Corren malos tiempos para los rebeldes. El borrador de la nueva ley de Seguridad Ciudadana, que se hizo público ayer, revela que el miedo campa a sus anchas. El texto recoge como infracción muy grave participar en una manifestación ante el Congreso o cualquier otra institución del Estado si la protesta no se ha comunicado previamente o no ha sido autorizada. Además, quienes utilicen Facebook o Twitter para convocarla o difundirla también se enfrentarán a multas que pueden llegar a los 600.000 euros. Hay muchas más novedades, como castigar el botellón, el daño al mobiliario urbano o deslumbrar con punteros láser a pilotos, maquinistas o conductores de autobús, pero estas propuestas han quedado eclipsadas por la batería de medidas que los populares parecen haber redactado para evitar más réplicas del movimiento 15-M.
La norma, como casi todas, incorpora algunas sanciones que la mayoría de los ciudadanos aplaudiría, y que tienen que ver con la cultura cívica, pero también demuestra algo preocupante: la incapacidad de abordar la realidad sin ampliar el listado de prohibiciones. En tiempos de permanente desasosiego, la realidad ha sorprendido a más de uno. También al Estado, que ha perdido gran parte de su capacidad transformadora en favor de multinacionales y mercados, y ahora cree que podrá redecorar el paisaje nacional a golpe de ley. Es muy peligroso reprimir la frustración, pero también identificar a cualquier persona indignada con un maleante anarquista. El Estado no solo lo ha hecho, sino que se ha olvidado de que mientras no se reduzca el enorme margen de incertidumbre en el que viven millones de personas, nada será diferente.
El sociólogo Zygmunt Bauman explicaba, en sus múltiples trabajos sobre la sociedad actual, que el miedo se ha hecho más profundo al hacerse más disperso y más difícil de cuantificar. El miedo en la globalización tiene mucho que ver con la cultura laboral de la flexibilidad. El ser humano siempre ha intentado transformar los miedos cotidianos en temores asumibles, pero la falta de control sobre casi todo lo que nos ocurre cada día arruina cualquier previsión de futuro. Nuestros dirigentes deberían estar trabajando para reducir ese margen de incertidumbre, mas, están tan asustados que se dedican a protegerse de sus ciudadanos. Pero, ¿no los habíamos contratado para gobernar?
La norma, como casi todas, incorpora algunas sanciones que la mayoría de los ciudadanos aplaudiría, y que tienen que ver con la cultura cívica, pero también demuestra algo preocupante: la incapacidad de abordar la realidad sin ampliar el listado de prohibiciones. En tiempos de permanente desasosiego, la realidad ha sorprendido a más de uno. También al Estado, que ha perdido gran parte de su capacidad transformadora en favor de multinacionales y mercados, y ahora cree que podrá redecorar el paisaje nacional a golpe de ley. Es muy peligroso reprimir la frustración, pero también identificar a cualquier persona indignada con un maleante anarquista. El Estado no solo lo ha hecho, sino que se ha olvidado de que mientras no se reduzca el enorme margen de incertidumbre en el que viven millones de personas, nada será diferente.
El sociólogo Zygmunt Bauman explicaba, en sus múltiples trabajos sobre la sociedad actual, que el miedo se ha hecho más profundo al hacerse más disperso y más difícil de cuantificar. El miedo en la globalización tiene mucho que ver con la cultura laboral de la flexibilidad. El ser humano siempre ha intentado transformar los miedos cotidianos en temores asumibles, pero la falta de control sobre casi todo lo que nos ocurre cada día arruina cualquier previsión de futuro. Nuestros dirigentes deberían estar trabajando para reducir ese margen de incertidumbre, mas, están tan asustados que se dedican a protegerse de sus ciudadanos. Pero, ¿no los habíamos contratado para gobernar?
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