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Las mudanzas de los demás

Me he pasado once años viviendo en la misma casa, pero siento que en este tiempo me he mudado un par de veces. Cuando mis padres se separaron, la casa de mi infancia empezó un proceso de descomposición que concluyó, años después, con su desaparición. Al principio solo dejó de ser un lugar feliz al que ir a comer los domingos, pero con el paso del tiempo -y con su venta- se convirtió también en un lugar al que no volvería jamás y que ya no cobijaría los libros que había acumulado desde que empecé a leer y hasta que me fui a la universidad.    En esa casa tuve insomnio por primera vez y descubrí lo difícil que es leer si tu mente está enferma. Cuando tenía 15 años, dos compañeros de mi instituto se suicidaron tirándose por un barranco. Esa noche de mayo la pasé en el balcón de mi cuarto, tiritando de frío, incapaz de pegar ojo y también de leer, hasta que empezó a amanecer y me preparé para volver a clase.    En esa casa murió mi  cocker spaniel , el primer ser vivo del que me responsabi
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La música que no me recuerda a nada

    Dice la neurociencia que la música mejora el desarrollo cerebral de los bebés, pero ninguno de nosotros recuerda las canciones que le cantaba su madre cuando tenía nueve meses.  De hecho, es probable que ni siquiera seamos capaces de fijar en nuestra memoria el momento exacto en el que escuchamos por primera vez melodías que lograron sobrevivir a las modas y que nos han acompañado siempre. Hace unos días me desperté con la muerte de Pablo Milanés y me di cuenta de que, aunque no puedo asociar muchas de sus letras a momentos concretos de mi vida, esa incapacidad para agarrarme a un recuerdo y adherirlo a una canción, a un disco, lo situaba en un lugar privilegiado. Pablo se había convertido en parte de mí, porque no me había abandonado desde aquella vez en que alguno de sus temas invadió el pequeño piso de barriada en el que viví parte de mi infancia.    Es difícil describir el dolor que sentimos cuando despedimos a alguien a quien admiramos, alguien que nos ha dado cobijo cuando he

El virus de la familia

Antes de que muriera su madre, Mary Karr (Grove, Rexas, 1955) decidió que convertiría su infancia en unas memorias. Tuvo claro que no recurriría a la imaginación y que optaría por la narración en primera persona cuando el obrero que estaba reformándole la cocina a su madre localizó una muesca en un azulejo y, después de examinarla, dijo: “Señora Karr, ¡esto parece un agujero de bala!”. Su hermana añadió: “¿Eso no es de cuando le disparaste a papá?”.     Hay infancias de las que no se sale. Mary Karr lo consiguió. Fue capaz de alejarse lo suficiente de aquellos años en los que ella y su hermana tenían que ingeniárselas para sobrevivir con dos padres alcohólicos. Su terapia consistió en transformar esos recuerdos en una historia que conmovió a millones de lectores en todo el mundo. Algunos habían vivido infancias trágicas, otros no. No importaba, porque a pesar de las desgracias que Karr relata en ‘El club de los mentirosos’ (Periférica & Errata Naturae, 2017), su mensaje iba más all

Siempre estamos al otro lado

  La periodista Juliana González Rivera se embarcó hace unos años en una empresa inabarcable: documentar el origen del viaje a lo largo de la historia de la humanidad e intentar comprender por qué llega un momento en que sentimos lo que ella llama “el golpe del viaje”, esa necesidad de escaparnos de casa y aterrizar en otras vidas. Una de las primeras veces que ella reparó en ese impulso fue cuando, con dieciocho años, se subió a un avión para irse a estudiar, quizás “la primera aspiración de una vida en libertad”, y notó la atracción por lo desconocido, por convertirse en otra entre tantos otros. Desde entonces se ha hecho muchas preguntas - ¿qué es viajar?, ¿de dónde surge la necesidad de movernos?, ¿cuál es la diferencia entre un viajero y un turista?, ¿cómo ha evolucionado la literatura de viajes? – a las que ha intentado dar respuestas en ‘La invención del viaje’ (Alianza Editorial, 2019).    Los viajes son interminables, empiezan en nuestra mente, de donde nunca se van, y cuentan

El futuro todavía existe

  Nos pasamos la vida pensando en el futuro. Desde pequeños se nos obliga a responder, una y otra vez, qué queremos ser de mayores. Entonces resulta una tarea sencilla. Pero la capacidad de imaginar no se mantiene intacta a lo largo de nuestra vida ni a lo largo de las épocas. Las protagonistas de  Entre visillos , de Carmen Martín Gaite, apenas disponían de margen para inventarse otras vidas. En la España de los años 50 el futuro no se elegía: ellas debían casarse, cuidar de sus maridos, tener hijos, ser invisibles. Setenta años después ya no existen las fronteras, las mujeres con estudios no somos la excepción y Steven Pinker ha publicado varios libros plagados de indicadores que demuestran que la esperanza de vida crece y la violencia retrocede. Sin embargo, cuando más posibilidades hay de ser lo que no somos, más incapaz me siento yo de imaginar mi futuro. Y no soy una excepción.   Héctor García Barnés acaba de publicar  Futurofobia , (Plaza & Janes, 2022), un ensayo en el que

El aroma de las almendras

Las obsesiones no se eligen, nos ocurren. Es posible que cuando Margaret MacMillan empezó su carrera como historiadora no imaginara la atracción que iba a desarrollar por las guerras. Quien se dedica a rastrear el paso del hombre por el mundo estudiará cómo los enfrentamientos han transformado nuestras sociedades a lo largo de los siglos y sentirá fascinación por el hallazgo, en los años 90, de Otzi, el cuerpo momificado de un hombre que vivió hace cinco mil años y que murió tras recibir varios golpes y una flecha en el hombro. Pero no es tan común sentir la urgencia de sumergirse en la destrucción absoluta de las guerras para comprender qué significa ser humano. Para MacMillan esa necesidad será tan abrumadora que acabará marcando gran parte de su obra. Esta doctora en Historia por la Universidad de Oxford ha publicado 1914. De la paz a la guerra (Turner Noema, 2013) y La guerra: cómo nos han cambiado los conflictos (Turner Noema, 2021). “Si deseamos entender el pasado -plantea- deb

Cuánto vale la belleza

En 2014, el Tribunal de Cuentas italiano llevó a juicio a la agencia de calificación Standard & Poor´s por haber calculado erróneamente la confianza crediticia del país. En esa estimación no se había tenido en cuenta su patrimonio cultural, a pesar de su capacidad para atraer cada año a millones de turistas. La Divina Comedia , La Dolce Vita o el Coliseo debían valorarse cuando se medía la solvencia del país y, según los miembros de este tribunal, el valor de ese compendio de creaciones artísticas ascendía a 234 millones. Esta denuncia fue tomada por los representantes de la agencia como algo poco serio. Lo cuenta Salvatore Settis en Si Venecia muere (Turner Noema, 2020), un libro en el que estudia la decadencia que ha sufrido la ciudad de las lagunas. En el texto recuerda que, aunque Venecia solo hay una, hemos intentado que haya muchas. Se han construido reproducciones en Las Vegas, Dubai o Macao.  Cuando en marzo de 2020 la pandemia de coronavirus nos encerró en nuestras casas