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Mostrando entradas de 2020

El año que no viajé a Buenos Aires

La mayoría de los desplazamientos que hacemos requieren una planificación exhaustiva y exprés -consultar guías de viajes, blogs, Google Maps, Tripadvisor-, pero hay viajes para los que llevamos toda la vida preparándonos. Mi padre no fue a Buenos Aires hasta que cumplió los 59, pero durante años me contó tanto de esta ciudad que parecía que solía frecuentar sus calles. Sus explicaciones nunca eran vagas; era capaz de recorrer la Avenida Corrientes y de hablarme del Luna Park como si ya hubiera estado allí en algún concierto de Fito Páez o Charly García. Sabía cómo había sido el desarrollo urbano de la capital argentina, cuántos habitantes tenía, cuál era el grado de delincuencia, a cuánto estaba el cambio del dólar con el peso argentino, cómo funcionaba el transporte público, cuántos teatros había, dónde se comía el mejor asado y, por supuesto, la historia del rock argentino. La casa de mi infancia estaba llena de cedés que durante años mi padre encargó a una tienda de discos de Barcel

El futuro era esto

En 2017 Marta García Aller publicó “El fin del mundo tal y como lo conocemos”, un ensayo en el que explicaba cómo la digitalización estaba arramblando con cosas que dábamos por sentadas. No hablaba solo de las profesiones que se extinguirían en unos años -todas aquellas que impliquen tareas rutinarias que siempre hará mejor un robot-, sino de cómo nos estábamos convirtiendo ya en sociedades que no usaban el dinero físico, dejaban al albur de los algoritmos las relaciones amorosas y diluían las fronteras de la vejez. “El futuro no se compone solo de las cosas que están por llegar, sino de las cosas que desaparecen”, la escuché decir en alguna entrevista hace años. Su libro es, en parte, la materialización de esa afirmación: un recorrido por todos esos lugares a los que el futuro ya había llegado. En Suecia hace tiempo que apenas se paga con dinero en efectivo y el papel no se suele usar ni en los donativos de las iglesias (hay cepillo electrónico). La congelación de óvulos pued

Palabras

A veces me pregunto cuántas veces al día pronunciamos palabras como  pandemia, alerta  y  fallecidos ; en cuántas ocasiones, en nuestros trabajos, contextualizamos lo que escribimos usando términos como  oleada ,  curva  o  cuarentena . Cada vez que abría los ojos los primeros días de este encierro voluntario -ya llevo 24 en casa- volvía a descubrir que no podía salir a la calle. Mi mente decidía por unos segundos ignorar la realidad y empezaba a imaginar situaciones cotidianas, nada excepcionales. Y, de repente, llegaba la pena. Todos los días eran como la primera vez, pero el desconsuelo no era por tener que quedarme en casa, sino porque todo eso que no podemos dejar de nombrar seguía ahí, esperándonos. Luego llegaban los memes, los chistes por Whatsapp, las anécdotas compartidas. Hay un niño en mi calle que de vez en cuando grita “¡Gracias, hospital!”, “¡Coronavirus, fuera de aquí!”. A veces lo escucho desde la terraza, adonde me traslado los días que parecen un a

Alejarnos para acercarnos

Estamos acostumbrados a consumir a la carta. Los tiempos de cinco canales de televisión -ya no digo cuando Televisión Española era nuestra única ventana al exterior- y de  hay lentejas, las comes o las dejas , quedan muy lejos. Hoy Netflix nos recomienda qué series ver en función de nuestros gustos, Facebook nos propone las noticias que querríamos leer, Spotify nos hace  playlist  con artistas que aún no conocemos -pero que nos encantarán-, TripAdvisor nos propone restaurantes en cualquier ciudad, las aerolíneas de bajo coste nos ponen el planeta al alcance de nuestro bolsillo y las plataformas de citas nos sugieren con quién deberíamos salir. El banquete de Internet es interminable, eterno e instantáneo. Tenemos más acceso que nunca al mundo, pero nos cuesta más salir de nuestro pequeño universo. El historiador Tony Judt explicaba en su libro “Algo va mal” (Taurus, 2010) que la política de los años 60 del siglo pasado derivó en un cúmulo de reivindicaciones individuales. “

Quiero llegar a casa

Cuando estudiaba Periodismo en Sevilla había dos compañías aéreas que volaban a Tenerife. Los aviones despegaban prácticamente al mismo tiempo: durante una parte del año, a primera hora del día; el resto, después de comer. Cada vez que me tocaba irme de casa a las seis de la mañana para estar en el aeropuerto a las siete sentía miedo, especialmente el año que viví en un piso que estaba en una calle sin salida, apenas iluminada. Antes de abrir la puerta permanecía un rato en silencio para comprobar que no se escuchaba ningún ruido al otro lado. Entonces, salía, cargada con mi maleta, como si huyera de algo, y al llegar a la primera carretera seguía las indicaciones de una de mis compañeras de piso, que siempre nos recomendaba que de noche y en calles estrechas no fuéramos por la acera. “A esa hora circulan pocos coches, es más fácil correr y no hay portales cerca”, la recuerdo diciéndonos. No dejaba de acelerar el paso hasta que alcanzaba la avenida y ya veía, a lo lejos, mi salv

Somos más fugaces

Hace unas semanas Tzvetan Todorov murió. La noticia de su fallecimiento, con sus correspondientes condolencias, empezó a circular por las redes sociales a primera hora de un domingo de febrero. Recuerdo que cuando la leí, yo también dudé. ¿Eso no había ocurrido ya? ¿Yo misma no había compartido esa noticia? Cada vez resulta más difícil saber qué ha sucedido y qué no. Tengo la sensación de que el mundo gira muy deprisa y de que no dispongo de tiempo suficiente para disfrutar de todo lo que está, en teoría, a mi alcance. La cultura y el ocio nunca han sido más accesibles que ahora y, sin embargo, me quedan infinitos libros por leer, conciertos a los que ir y aviones que tomar.  Decía Víctor Lapuente en un artículo reciente que quizás el mundo no va muy deprisa, sino todo lo contrario, muy despacio. Para defender esta tesis argumentaba que hoy somos menos innovadores que en otras épocas y que la segunda revolución industrial fue, de lejos, el periodo más transformador de nu

El olvido que seremos: un alegato en favor de la tolerancia

Héctor Abad Faciolince tardó casi 20 años en contar la muerte de su padre a manos de los paramilitares. “El olvido que seremos” es una especie de libro de memorias donde narra en primera persona cómo ese médico, activista de los derechos humanos, padre y marido cariñoso, profesor universitario empeñado en combatir la desigualdad, acabó tiroteado el 25 de agosto de 1987 a las puertas del Sindicato de Maestros de su ciudad. Pero, al mismo tiempo, es mucho más que la historia sobre su asesinato y el clima irrespirable de la Colombia de aquellos años: es, sobre todo y contra todo pronóstico, un alegato en favor de la tolerancia.  Escribir sobre los recuerdos propios exige una tarea de honestidad constante, una lucha contra los tópicos y los sentimentalismos. Héctor Abad no solo logra evitarlos al recrear los años de su infancia, sino que reconstruye la amorosa relación que tenía con su padre y las obsesiones que este padeció desde que le alcanza el recuerdo. Así, cuenta cómo sie