En las estanterías de cualquier bazar, situado en una céntrica calle de una capital europea, se amontonan las baratijas más variadas. Todas ellas, señuelos de la identidad de los países, sustentan la pequeña economía impulsada por los turistas desmemoriados. Una flamenca, un toro y una tortilla. Una Torre Eiffel, un Arco del Triunfo o el Moulin Rouge. El Coliseo, Vittorio Emanuele o Piazza Navona. La ingeniería de la miniatura es capaz de albergar cualquier símbolo con esencia patriótica. Si uno busca más allá de esos muestrarios que creen constreñir la esencia cosmopolita, se pueden hallar, también, creaciones más localistas. Una cutre Sagrada Familia o un Miró a pequeña escala pueden terminar en el salón de casa. Todas, amontonadas en cualquier esquina, están buscando con afán atraer la mirada del espectador, engatusarlo. Justo lo que intenta hoy hacer el nacionalismo. Lo que nadie se imagina es al vendedor, herramienta indispensable de este mercado, obligando a pagar por un trozo del Park Güell.
También parecía impensable hasta ayer que doce periódicos catalanes se unieron para publicar, simultáneamente, una editorial idéntica que cuestiona el funcionamiento del Tribunal Constitucional y de toda la democracia de este país. En medio del texto, se vende el auge de los regionalismos como una fórmula de lucha contra la uniformidad que desprende la mundialización de estos días. Por lo visto, ahora resulta que el Estatuto es parte de la contracultura y nadie se había dado cuenta. Cuesta mucho asumir semejante declaración artístico-festiva cuando emerge de un territorio que utiliza la obligatoriedad lingüística como mecanismo político y que, con ocasión de ferias como la de Frankfurt, no dudó en ’castigar’ las publicaciones en castellano. Frente a ello, los magistrados se han apresurado en calificar como coacción esta determinación conjunta. Sin embargo, ése no es el único problema. La libertad de expresión permite utilizar estos mecanismos;otra cosa sería hablar de responsabilidad de los medios. La tristeza llega al observar cómo la clase política se empeña en moldear diferencias para chantajear al Estado y se olvida de esa palabra, solidaridad, que hoy se pierde en los márgenes de la historia. Tan sólo hace falta girar la vista y ver cómo Aminatu Haidar resiste en huelga de hambre, en medio del aeropuerto de Lanzarote, por una causa justa. El Gobierno de Marruecos le dijo ayer que está esperando a que pida perdón por el embrollo en el que se ha metido. Esperar otra reacción habría sido una utopía. Quizás otros sí imaginaban que Zapatero, el hombre que acuñó la marca Alianza de Civilizaciones, mostrara otra sensibilidad. También que la UE no pagara cada año a Marruecos porque sus barcos puedan pescar en aguas saharauis. Eso, a pesar de que la ONU no reconoce la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental. Habrá que esperar a que otros ’alakranas’ pasen por allí. Al final, lo que está claro, es que todo se trata de identidad. Todo, absolutamente todo, se mide según el pasaporte. Cuánto más cosmopolita es este planeta, menos ciudadanos del mundo hay. Será por las mezquindades del destino, que ahora lo explican todo y hay quienes no entendemos nada.
También parecía impensable hasta ayer que doce periódicos catalanes se unieron para publicar, simultáneamente, una editorial idéntica que cuestiona el funcionamiento del Tribunal Constitucional y de toda la democracia de este país. En medio del texto, se vende el auge de los regionalismos como una fórmula de lucha contra la uniformidad que desprende la mundialización de estos días. Por lo visto, ahora resulta que el Estatuto es parte de la contracultura y nadie se había dado cuenta. Cuesta mucho asumir semejante declaración artístico-festiva cuando emerge de un territorio que utiliza la obligatoriedad lingüística como mecanismo político y que, con ocasión de ferias como la de Frankfurt, no dudó en ’castigar’ las publicaciones en castellano. Frente a ello, los magistrados se han apresurado en calificar como coacción esta determinación conjunta. Sin embargo, ése no es el único problema. La libertad de expresión permite utilizar estos mecanismos;otra cosa sería hablar de responsabilidad de los medios. La tristeza llega al observar cómo la clase política se empeña en moldear diferencias para chantajear al Estado y se olvida de esa palabra, solidaridad, que hoy se pierde en los márgenes de la historia. Tan sólo hace falta girar la vista y ver cómo Aminatu Haidar resiste en huelga de hambre, en medio del aeropuerto de Lanzarote, por una causa justa. El Gobierno de Marruecos le dijo ayer que está esperando a que pida perdón por el embrollo en el que se ha metido. Esperar otra reacción habría sido una utopía. Quizás otros sí imaginaban que Zapatero, el hombre que acuñó la marca Alianza de Civilizaciones, mostrara otra sensibilidad. También que la UE no pagara cada año a Marruecos porque sus barcos puedan pescar en aguas saharauis. Eso, a pesar de que la ONU no reconoce la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental. Habrá que esperar a que otros ’alakranas’ pasen por allí. Al final, lo que está claro, es que todo se trata de identidad. Todo, absolutamente todo, se mide según el pasaporte. Cuánto más cosmopolita es este planeta, menos ciudadanos del mundo hay. Será por las mezquindades del destino, que ahora lo explican todo y hay quienes no entendemos nada.
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