Querido espectador: Sé que cada día acompañas tu modorra de sobremesa con el griterío de la tele, que tus siestas se han acostumbrado a esa melodía de fondo, que Belén Esteban es la constante de los días laborales y la perversión de los largometrajes de clase B el somnífero de los domingos. También que los telediarios dispensan unidireccionalmente muertes en Afganistán, destinos paradisíacos, lluvias sorpresivas, devaneos de políticos corruptos (¿acaso los hay decentes?), nuevas ‘zonas cero’ y goles estivales. Todo ello mientras tu jefe abofetea tus sueños a primera hora de la mañana y tú imaginas un ábaco que te resuelva los agónicos finales de mes que cada día 15 empiezas a sufrir. Así, el menor de tus problemas es si Telecinco decide emitir una serie sobre aquella desgracia que sacó al país del letargo de un agosto, como todos, colonizado por las sombrillas. Recuerdas que fue hace dos años, que de repente todas las parrillas fueron una y Barajas se pareció mucho a ese fin del mundo que obsesiona al cine de ciencia ficción. El accidente de aquel avión de Spanair inundó de llamas las pantallas, te hizo un nudo en el estómago, te recordó lo intangible de casi todo y la facilidad de la pérdida. En realidad, sabes que fue entonces cuando empezó la serie. Los periódicos deshilvanaron la vida de aquellas víctimas, desgranaron sus anhelos, nos contaron que unos abuelos llevaban a su nieto al parque de la Warner, que una pareja despegaba hacia su luna de miel, que uno, incluso, quiso bajarse del avión. Y luego nos narraron la evolución de los sobrevivientes del horror. Todos lo leímos, y a algunos se nos escapó más de una lágrima en esas lecturas que poco tenían del sosiego de las vacaciones. No era la primera vez que los medios se comportaban así. Ni siquiera hacía falta irse muy lejos en el calendario. Marta del Castillo, Mariluz o la pequeña extranjera que desapareció en Portugal... Sus padres estaban cenando, haces memoria. De la misma manera, no se te puede olvidar el serial que se emitió detallando cuándo, cómo y quién violó a Marta, acompañado del rastreo diario del cuerpo por el pantanoso Guadalquivir. Que el Tuenti se convirtió en una fuente policial. Tampoco que los padres de Mariluz querían que su miseria se filmara para aplacar conciencias. No tienes ni idea de qué está bien por mucho que intentas trazar la línea que separa el morbo de la información. Y lo intentas con constancia. Pero de repente lo comprendes todo. Sólo te hace falta ver el clamor de la asociación de afectados, apelando a la solidaridad, implorando intimidad para llorar su pena, para enterrar tanta injusticia dictada por el azar. ¿Cómo es posible que estemos extirpándoles sus recuerdos, sus sentimientos, haciendo caja con ellos? No, no debe ser posible. Nunca más. Gran Canaria,Canarias, España, la humanidad se merece respeto. Pero no sólo ahora. Por eso has decidido no ser cómplice de más coartadas morales, no conformarte con una ética de calderilla y no ser nacionalista en los principios más fundamentales. Y eso no hará que destierres la Lista de Schindler de tu filmoteca o que no vuelvas a estremecerte con Pearl Harbor. La historia hay que conocerla; es la única forma de aprender de ella. Pero ya no estarás dispuesto a ser cautivo de ideologías. Porque si no, estaremos perdidos: tus sobremesas serán más grises, tus mañanas más envenenadas y la soledad tan infinita como el miedo. Porque, como ya te han dicho, para reclamar otro mundo, primero hay que imaginarlo. Ahora es el momento. Atentamente. Anónimo.
En las estanterías de cualquier bazar, situado en una céntrica calle de una capital europea, se amontonan las baratijas más variadas. Todas ellas, señuelos de la identidad de los países, sustentan la pequeña economía impulsada por los turistas desmemoriados. Una flamenca, un toro y una tortilla. Una Torre Eiffel, un Arco del Triunfo o el Moulin Rouge. El Coliseo, Vittorio Emanuele o Piazza Navona. La ingeniería de la miniatura es capaz de albergar cualquier símbolo con esencia patriótica. Si uno busca más allá de esos muestrarios que creen constreñir la esencia cosmopolita, se pueden hallar, también, creaciones más localistas. Una cutre Sagrada Familia o un Miró a pequeña escala pueden terminar en el salón de casa. Todas, amontonadas en cualquier esquina, están buscando con afán atraer la mirada del espectador, engatusarlo. Justo lo que intenta hoy hacer el nacionalismo. Lo que nadie se imagina es al vendedor, herramienta indispensable de este mercado, obligando a pagar por un trozo de
Me gusta. Está lleno de la indignación de los justos.
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