Vallas fronterizas construidas con dinero comunitario, deslocalización de la acogida de menores inmigrantes, miedos avivados, legislaciones imperialistas y reinterpretación de los derechos humanos. A finales de siglo, España se convirtió en la puerta de entrada de la inmigración con destino a Europa y el Viejo Continente acabó levantando su arsenal mediático y jurídico para frenar lo que quisieron denominar avalancha humana. Muy lejos quedaban ya los colonialismos, más tarde imperialismos, que fraguaron en parte las dos guerras mundiales. Cuando la crisis dibujó nuevas jerarquías de prioridades, y ya no hubo tantos extranjeros surcando el mar en busca de un oasis que no hallaban en su desierto sin espejismos, las agendas políticas dejaron de mirar con preocupación hacia África. Hoy, sin embargo, muchos expertos hablan ya de la próxima bomba demográfica: El Magreb. No la vislumbran demasiado lejos y sí muy cerca de una España que no está preparada para afrontar esta realidad. Saben que el mundo envejece, pero que no lo hace una manera homogénea en todo el globo. Este descanso, auspiciado por el contexto actual, ha llegado cuando el choque de civilizaciones estaba lejos de solventarse.
En este engranaje de siglos nadie ha ideado la fórmula mágica que José Luis Rodríguez Zapatero acuñó como alianza de civilizaciones. El eterno conflicto entre el occidente que se siente civilizador y el resto del mundo sigue vigente. Cuando la Unión Soviética cayó, se terminó la bipolaridad reinante, pero lo más importante fue que se creyó que el debate ideológico de altura llegaba a su fin. Ya no había dos modelos de entender el mundo compitiendo entre sí. El capitalismo había triunfado. El 11-S demostró que esta sentencia merece, al menos, incontables reflexiones. Ahora, sin embargo, el pensamiento a medio plazo no encuentra muchos adeptos. La salida de la crisis ha eclipsado todas las conversaciones posibles y la prensa sólo cuenta una parte de la actualidad.
"Nos mean y los diarios dicen que llueve". Eduardo Galeano leyó este grafiti en una pared anónima de Buenos Aires, en la imprenta de los pobres. Lo mejor del mundo, como decía también el uruguayo, es la cantidad de mundos que tiene. Hoy, nosotros, vivimos en uno que no observa demasiados inconvenientes cuando mira hacia los nacionalismos baratos que recorren la vieja Europa, pero que pone muchos más recelos cuando ese patriotismo aterriza fuera de sus fronteras. Un mundo que dirigen, en última instancia, los cinco países que componen el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con su veto arbitrario. Un mundo que se ha pasado el último siglo derramando sangre por conflictos relacionados con nacionalidades, fronteras, calendarios y control de territorios. Estos problemas persisten. ¿La diferencia? Las nuevas tecnologías, que han hecho de las armas herramientas de destrucción mundial. Con este escenario, las pequeñeces que nos venden todos los días los políticos de turno, con sus rupturas de pactos y sus prebendas a gobiernos por apoyar los presupuestos, son alpiste que no quiero.
En este engranaje de siglos nadie ha ideado la fórmula mágica que José Luis Rodríguez Zapatero acuñó como alianza de civilizaciones. El eterno conflicto entre el occidente que se siente civilizador y el resto del mundo sigue vigente. Cuando la Unión Soviética cayó, se terminó la bipolaridad reinante, pero lo más importante fue que se creyó que el debate ideológico de altura llegaba a su fin. Ya no había dos modelos de entender el mundo compitiendo entre sí. El capitalismo había triunfado. El 11-S demostró que esta sentencia merece, al menos, incontables reflexiones. Ahora, sin embargo, el pensamiento a medio plazo no encuentra muchos adeptos. La salida de la crisis ha eclipsado todas las conversaciones posibles y la prensa sólo cuenta una parte de la actualidad.
"Nos mean y los diarios dicen que llueve". Eduardo Galeano leyó este grafiti en una pared anónima de Buenos Aires, en la imprenta de los pobres. Lo mejor del mundo, como decía también el uruguayo, es la cantidad de mundos que tiene. Hoy, nosotros, vivimos en uno que no observa demasiados inconvenientes cuando mira hacia los nacionalismos baratos que recorren la vieja Europa, pero que pone muchos más recelos cuando ese patriotismo aterriza fuera de sus fronteras. Un mundo que dirigen, en última instancia, los cinco países que componen el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con su veto arbitrario. Un mundo que se ha pasado el último siglo derramando sangre por conflictos relacionados con nacionalidades, fronteras, calendarios y control de territorios. Estos problemas persisten. ¿La diferencia? Las nuevas tecnologías, que han hecho de las armas herramientas de destrucción mundial. Con este escenario, las pequeñeces que nos venden todos los días los políticos de turno, con sus rupturas de pactos y sus prebendas a gobiernos por apoyar los presupuestos, son alpiste que no quiero.
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