Con querer no basta. Si fuera suficiente, 33 mineros chilenos no tendrían que compartir una lata de melocotón y sentir que el almíbar no es suficiente para endulzar el ensayo sobre la ceguera al que se han visto obligados. Si el querer moldeara toda la historia, un infiltrado no habría asesinado a dos guardias civiles españoles y a su intérprete. Si el querer fuera un verbo con tanto significado como autonomía, la cooperación internacional no sería carne de terroristas, arma de políticos y germen de la desazón popular. La última telenovela ambientada en el subdesarrollo, con protagonistas españoles y final hollywoodiense, ha recordado los peligros que planean sobre la solidaridad. Ha sacado del baúl de los recuerdos el debate sobre los límites de la bondad no profesional y la gestión de la buena fe más allá de las fronteras que hoy marcan las banderas. Claro que la realidad tiene efectos que desconoce la ficción. Siete millones de euros para que Albert Vilalta y Roque Pascual abracen de nuevo a sus familias. Siete millones para que las ONGs nos digan ahora que las caravanas de la solidaridad no tienen efecto real en las regiones en las que actúan porque incluyen más dosis de anestesia para los solidarios que para los pobres. Siete millones para que Nicolás Sarkozy critique el rescate y el Partido Popular insista en que estos trueques alientan el crimen. Siete millones para que todos los españoles sigan la tragedia al minuto, como si se tratara de un videojuego más, en el que con un movimiento veloz de ratón pueden decidir. Siete millones para que el mundo crea -un poquito más- que la honestidad, simplemente, no vale. La segunda entrega de esta película, ya en cartelera, nos habla de la ignorancia de los secuestrados, de su posible síndrome de Estocolmo, del enorme sacrificio que han tenido que hacer las arcas estatales para afrontar un nuevo rescate. Casi, nos dicen, que la historia perfecta habría sido dejarlos morir -mejor, detrás de las cámaras- para que España mantuviera su dignidad alta y no cediera a las exigencias de grupos terroristas. Siete millones por los que España debería reconocer de una vez que está en una guerra en la que hay bandos, en una guerra donde separar a los buenos de los malos es imposible. Las superproducciones acostumbran a despachar frágiles moralejas. Ésta, sin embargo, por estar basada en hechos reales, debería enseñar que nunca hay que olvidar la triada que forman estas tres palabras: costes, beneficios y riesgos. Hilvanar un comportamiento coherente entre los tres conceptos es propio de la economía pero puede generar beneficios más suculentos en vidas alejadas de la bolsa. Resolver la ecuación es lo complicado, pero en no intentarlo está el peligro.Ya lo dijo Eduardo Galeano cuando habló de "esas cosas chiquitas": "No acaban con la pobreza, no expropian las cuevas de Alí Babá, pero quizá desencadenen la alegría de hacer. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable". Bienvenidos sean todos los debates que agiten la conciencia, que enciendan las reflexiones sobre los modos de administrar la solidaridad, que escasean. Pero cuidado con los planteamientos que rentabilizan tanto la solidaridad que acaban secuestrándola. Porque ese cautiverio sí que eriza la piel, y los bolsillos.
En las estanterías de cualquier bazar, situado en una céntrica calle de una capital europea, se amontonan las baratijas más variadas. Todas ellas, señuelos de la identidad de los países, sustentan la pequeña economía impulsada por los turistas desmemoriados. Una flamenca, un toro y una tortilla. Una Torre Eiffel, un Arco del Triunfo o el Moulin Rouge. El Coliseo, Vittorio Emanuele o Piazza Navona. La ingeniería de la miniatura es capaz de albergar cualquier símbolo con esencia patriótica. Si uno busca más allá de esos muestrarios que creen constreñir la esencia cosmopolita, se pueden hallar, también, creaciones más localistas. Una cutre Sagrada Familia o un Miró a pequeña escala pueden terminar en el salón de casa. Todas, amontonadas en cualquier esquina, están buscando con afán atraer la mirada del espectador, engatusarlo. Justo lo que intenta hoy hacer el nacionalismo. Lo que nadie se imagina es al vendedor, herramienta indispensable de este mercado, obligando a pagar por un trozo de
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