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Un funcionario

Quería estudiar Periodismo, pero se tuvo que conformar con hacer Derecho. No viajó a la península para cumplir su sueño. Se despidió de Los Cristianos para mudarse a La Laguna a finales de los años 70, una ciudad universitaria ubicada a 80 kilómetros de aquel sur olvidado en el mapa, que en esos tiempos estaba separado por abruptas carreteras que se traducían en cuatro horas de viaje. Cumplió fielmente con el plan de estudios, cinco años después se licenció, no sin que el fervor utópico que desprendía Cuba desde la lejanía lo embriagara. Se casó. Trabajó como funcionario de prisiones durante intensos años en los que vivió la fuga de Dámaso Rodríguez, fue testigo del mes en que el fugitivo hizo del monte de Las Mercedes su escondite y de cómo la Guardia Civil acabó con su vida de un tiro en la boca. Entonces ya había nacido su primera hija y los días libres con que se premiaban las jornadas de nocturnidad en la cárcel, los empleaba en volver a estudiar. Su mujer, mientras, se llevaba de paseo los llantos de la pequeña. El esfuerzo mereció la pena. Con las oposiciones debajo del brazo trabajó todas las mañanas, durante diez años, en el Ayuntamiento de Los Realejos; por las tardes, en un despacho. Tan sólo regresaba a su casa, en Santa Cruz, a mediodía. Justo cuando su hija ya estaba en clase, la misma que no se había despertado cuando él salía rumbo al trabajo y que ya dormía cuando abría la puerta de casa al anochecer. Un concurso de méritos lo llevó más cerca de casa. Usos Múltiples II. Hace dos años se matriculó de un posgrado. No recuerda el día en el que se dio cuenta de que Silvio Rodríguez siempre ocuparía un lugar privilegiado entre sus discos y, al mismo tiempo, que el castrismo estaba pulverizando dosis incalculables de injusticia sobre todo un pueblo. Fue una sensación que fue descubriendo aquel lector empedernido de periódicos que se sacrificó para que sus dos hijas estudiaran fuera las carreras que eligieron. Una, Periodismo. Eran años en los que estudiar una vocación no otorgaba rentabilidad. La fontanería y la construcción ya cotizaban alto: el sueldo de un obrero triplicaba sin dificultad el de cualquier licenciado y duplicaba el de un técnico superior. Pero España iba bien. Hace días que se ha visto obligado a leer que Zapatero, líder de la social-subvención, no podrá afrontar el gasto social. La concepción del Estado del Bienestar que patentó se hace añicos, España está a punto de llegar a los cinco millones de parados y la UE, además de Obama, ha exigido que la Administración rebaje el galopante déficit de las arcas. Sin embargo, entre tanta promesa, hubo quien dudó del lobo. Pero ya se sabe: los sueldos de los funcionarios se recortarán para asegurar la supervivencia de un país donde millones de familias luchan por llenar de latas la despensa. Y no tiene muy claro qué es peor, que el sueldo merme, que parte de la sociedad lo aplauda, o que éste sea el primer signo evidente de que las cosas van muy mal. Hay que arrimar el hombro, piensa, pero a veces uno desearía que se lo explicaran, al menos, como Felipe González, con esa labia capaz de apelar a la cordura, y que la solidaridad se universalizara y no augurara peligrosas confrontaciones. Funcionarios son también los conductores de ambulancias, los auxiliares de enfermería que hacen más llevadera la dependencia o los profesores. Y, mientras piensa todo esto, desearía con fuerza no tener que agarrarse al tópico de que el socialismo vacía los bolsillos que llena la derecha.

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