Si un aneurisma cerebral no se hubiera llevado repentinamente a David Mills, un periodista que pulverizó de periodismo el guión de la revolucionaria The Wire, tal vez habría mirado hacia España con la curiosidad de quien descubre algo nuevo. Quizás habría sentido el pálpito de hallarse ante una sociedad enigmática, proclive a escribir argumentos cinéfilos con la indiferencia que otorga la genialidad y la espontaneidad de la ignorancia. Apenas habría tenido que fijar su atención en el estrambótico caso de un juez que quiso desentrañar las miserias que cobijaba el franquismo y que fue perseguido, juzgado y condenado o absuelto (según tendencias) en plena calle, sin necesidad de subir al banquillo. Las asociaciones de memoria histórica movilizaron a los damnificados de un proceso cruel, pero también -queriendo o no- a todo aquel dispuesto a cambiar un posicionamiento por una dosis gratuita de sensibilidad. Las redes sociales, convertidas hoy en baluarte de una democracia pueril, reclutaron a miles de admiradores de la causa. De una causa que la amplia mayoría desconocía en esencia, pero que te catapultaba, sin escalas, hacia el territorio de la solidaridad, la igualdad y la ecuanimidad. Otros, sin embargo, se alinearon con Baltasar Garzón convencidos del ataque emprendido contra su persona. En medio de todo esto, adeptos y contrarios, se ensarzaron en una ardua lucha en la que la peor parada fue, una vez más, la justicia. Hubo quien defendió con ahínco la necesidad de que por fin alguien dedicara sus esfuerzos a destripar el indigesto régimen y también quien consideró la actuación legal una artimaña cargada de ese partidismo que no se evapora jamás.
Pero más allá de afinidades fundamentadas o espontáneas, el cruce de acusaciones dejó entrever dos cosas. Primero, que el mundo vive bajo la sospecha perenne de una corrupción que se contagia cual gripe estacional. Segundo, que el desarrollo cotidiano y legal del sistema establecido está sumergiéndose en un pantano complejo. Confiar en el sistema no se ha vuelto una tarea, se ha convertido en un imposible cuya factura aún se desconoce. Más aún cuando el vicepresidente del Gobierno, Manuel Chaves, se sube al escenario para terminar diciendo que "la situación que vive el magistrado no es entendible bajo ningún concepto", que "es curioso que al final el juez se haya convertido en el acusado" y que "algo ha ocurrido en el estamento judicial para llegar a esto". Lo que sí que resulta extremadamente inusual es que la desconfianza hacia la independencia de poderes llegue hasta el Gobierno y que no tengan reparo alguno en publicitarla por doquier. Así, pedirle confianza al pueblo es un acto de fe similar al que demandan las religiones, sin distinción de credo.
Dijo Albert Einstein una vez: "Triste época la nuestra: es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio". Alguien debería decirle a toda esta clase dirigente de pacotilla que la independencia de poderes es la esencia de la democracia y que las series también se nutren de imaginación. Dejémosles un margen a los guionistas para tambalear nuestra realidad.
Pero más allá de afinidades fundamentadas o espontáneas, el cruce de acusaciones dejó entrever dos cosas. Primero, que el mundo vive bajo la sospecha perenne de una corrupción que se contagia cual gripe estacional. Segundo, que el desarrollo cotidiano y legal del sistema establecido está sumergiéndose en un pantano complejo. Confiar en el sistema no se ha vuelto una tarea, se ha convertido en un imposible cuya factura aún se desconoce. Más aún cuando el vicepresidente del Gobierno, Manuel Chaves, se sube al escenario para terminar diciendo que "la situación que vive el magistrado no es entendible bajo ningún concepto", que "es curioso que al final el juez se haya convertido en el acusado" y que "algo ha ocurrido en el estamento judicial para llegar a esto". Lo que sí que resulta extremadamente inusual es que la desconfianza hacia la independencia de poderes llegue hasta el Gobierno y que no tengan reparo alguno en publicitarla por doquier. Así, pedirle confianza al pueblo es un acto de fe similar al que demandan las religiones, sin distinción de credo.
Dijo Albert Einstein una vez: "Triste época la nuestra: es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio". Alguien debería decirle a toda esta clase dirigente de pacotilla que la independencia de poderes es la esencia de la democracia y que las series también se nutren de imaginación. Dejémosles un margen a los guionistas para tambalear nuestra realidad.
Echo de menos en el cuadro las voces que emergen desde Chile y Argentina...
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