Habla para que yo te conozca. La historia cuenta que fue Sócrates quien un día resumió parte de su filosofía así, definiendo la conversación como la antesala de la sabiduría. Desde entonces han corrido mucho las hojas del calendario y un sinfín de teorías han seguido engranando el pensamiento. Lejos han quedado los días en los que el debate abría más caminos que descalificaciones. Tiempos en los que quizás las palabras eran dueñas de esencias, y no tenían como prioridad comportarse como dagas perversas.
La batalla librada en medio del Parlamento catalán, con las corridas de toros como epicentro, ha vuelto a demostrar que la diversidad está lejos de engendrar riqueza en este país donde viven dos Españas más empeñadas en despistar que en convencer. En medio del hemiciclo, este divorcio quedó plasmado, personalizado en intervenciones grandiosas que quizá tuvieron su máximo representante en el físico Jorge Wasenberg. Su implicación en el debate llegó a tales cotas que no tuvo reparo en exhibir una banderilla y preguntar -quién sabe si retóricamente- hasta dónde podía llegar el dolor de una punzada.
Esta escenificación, a caballo entre la elocuencia y la emotividad, se desvirtuó algo cuando el elenco antitaurino quiso demostrar la maleabilidad de la cultura a costa de tragedias cotidianas. Fue el catedrático de Lógica Jesús Mosterín quien argumentó, con más razón en medio de la globalización, que las tradiciones no son inamovibles, que se acomodan a retóricas cosmopolitas. Para sostener su afirmación, sin embargo, utilizó la corrupción en Colombia, la ablación femenina y el maltrato a las mujeres. "En España, el maltrato a las mujeres es mucho más tradicional que los toros". Las comparativas son odiosas, y no es factible que para argumentar una ideología haya que insistir en que hay desgracias demasiado habituales que forman parte de la cultura de un país. La palabra tradicional, tan cercana al concepto de costumbrismo, carece de sentido de la justicia en este caso. Mucho más acertado es simplificar, como bien hizo el físico, que "no es admisible un espectáculo que se basa en el sufrimiento de un ser vivo". La decisión vendrá después. Y quién sabe si tendría que ser ese público difuminado el que, con su voto en forma de asistencia, decidiera si "la Fiesta" debe continuar formando parte del imaginario popular. Los defensores dicen que prohibir no es la solución y otros, como Esperanza Aguirre en Madrid, optan por hacer lo contrario y declarar las corridas de toros bien de interés cultural. Desde luego, la cultura es un vehículo de las expresiones más diversas. Es tan verídico como que el toreo forma parte de la historia de este país, pero eso no significa que no pueda someterse a revisión. Tampoco que deba instrumentalizarse para criminalizar al prójimo. Porque eso, por mucho que coloree de ideología los discursos, está insuflando más y más batallas. Las efemérides están ahí, y no hay más que leer a Hemingway para saber que hay hasta literatura que nació de las corridas de toros. El desprecio no debería incluirse en los diálogos, porque si no, llegar a acuerdos será imposible.
La batalla librada en medio del Parlamento catalán, con las corridas de toros como epicentro, ha vuelto a demostrar que la diversidad está lejos de engendrar riqueza en este país donde viven dos Españas más empeñadas en despistar que en convencer. En medio del hemiciclo, este divorcio quedó plasmado, personalizado en intervenciones grandiosas que quizá tuvieron su máximo representante en el físico Jorge Wasenberg. Su implicación en el debate llegó a tales cotas que no tuvo reparo en exhibir una banderilla y preguntar -quién sabe si retóricamente- hasta dónde podía llegar el dolor de una punzada.
Esta escenificación, a caballo entre la elocuencia y la emotividad, se desvirtuó algo cuando el elenco antitaurino quiso demostrar la maleabilidad de la cultura a costa de tragedias cotidianas. Fue el catedrático de Lógica Jesús Mosterín quien argumentó, con más razón en medio de la globalización, que las tradiciones no son inamovibles, que se acomodan a retóricas cosmopolitas. Para sostener su afirmación, sin embargo, utilizó la corrupción en Colombia, la ablación femenina y el maltrato a las mujeres. "En España, el maltrato a las mujeres es mucho más tradicional que los toros". Las comparativas son odiosas, y no es factible que para argumentar una ideología haya que insistir en que hay desgracias demasiado habituales que forman parte de la cultura de un país. La palabra tradicional, tan cercana al concepto de costumbrismo, carece de sentido de la justicia en este caso. Mucho más acertado es simplificar, como bien hizo el físico, que "no es admisible un espectáculo que se basa en el sufrimiento de un ser vivo". La decisión vendrá después. Y quién sabe si tendría que ser ese público difuminado el que, con su voto en forma de asistencia, decidiera si "la Fiesta" debe continuar formando parte del imaginario popular. Los defensores dicen que prohibir no es la solución y otros, como Esperanza Aguirre en Madrid, optan por hacer lo contrario y declarar las corridas de toros bien de interés cultural. Desde luego, la cultura es un vehículo de las expresiones más diversas. Es tan verídico como que el toreo forma parte de la historia de este país, pero eso no significa que no pueda someterse a revisión. Tampoco que deba instrumentalizarse para criminalizar al prójimo. Porque eso, por mucho que coloree de ideología los discursos, está insuflando más y más batallas. Las efemérides están ahí, y no hay más que leer a Hemingway para saber que hay hasta literatura que nació de las corridas de toros. El desprecio no debería incluirse en los diálogos, porque si no, llegar a acuerdos será imposible.
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