Prósperos, acomodados y cultos. La Dictadura los castigó con frenesí cruento pero, a cambio, la vanagloriada TransiciónEspañola los agasajó con un futuro prometedor. Una renta per cápita envidiable, diversidad lingüística reconocida, un legado competencial en crecimiento constante y una cultura cosmopolita capaz de desafiar, sin correr riesgos innecesarios, a capitales europeas ubicadas a miles de kilómetros a la redonda. Cataluña se forjó su atractivo a fuego lento, con mucho amor propio y ansias de superación. Hoy los sondeos dicen, sin embargo, que la convivencia está rasgada por el silbido de la xenofobia. Una encuesta publicada por El Periódico advierte que la igualdad está muy enferma en esta geografía española diezmada por una crisis que sólo deja escarcha en las neveras y esqueléticas éticas. Una percepción que ya se vislumbró cuando el Ayuntamiento de Vic quiso no empadronar a los inmigrantes. Las cifras cuentan que el 64% de los ciudadanos está de acuerdo con la controvertida propuesta, uno de cada tres entregaría su confianza a una lista que ensalzara valores racistas y el 48% considera que la población foránea, lejos de enriquecer las ciudades, es perjudicial.
Una opulencia similar caracteriza a los cerca de 300 estudiantes que decidieron hace unos días increpar al rector de la Universidad Complutense, Carlos Berzosa. Su pecado, querer acabar con la segregación de sexos que aún pervive en algunos colegios mayores públicos de la ciudad (y olvidar atender los desperfectos que nacen al calor del paso del tiempo). Una reivindicación que ha motivado ingentes debates sobre la colisión entre tradición y modernidad que, dicen, se vivió aquélla mañana.Casi nadie entiende que esos hijos de funcionarios, médicos y arquitectos, protesten encarecidamente por pasearse en pijama por los pasillos de la residencia, sin la intimidad que inyecta la igualdad de sexo. Lo que sí que no se comprende es que una reivindicación tan quebradiza se aderece con actuaciones violentas. Menos cuando se habla de esos chicos que los lunes van al teatro, los martes al aula de Pensamiento y los viernes se emborrachan hasta perder la conciencia. Los mismos que cuando cayó la primera oleada de bombas sobre Bagdad salieron a las calles a protestar, que encendieron velas en capitales españolas en un intento de alumbrar la cordura y que gritaron cuando Couso moría trabajando como periodista en la misma guerra. Hoy estos chicos claman por la llegada de una universidad privada, por una injusta política de becas y por el Espacio Europeo de Educación Superior. También hubo días en los que universidades se paralizaban por la imposición de la LOU y viajaban hasta las playas gallegas a limpiar el chapapote que oscurecía la costa. Hoy Afganistán no copa ninguna avenida, millones de licenciados se estancan en el limbo que la crisis ha construido, los inmigrantes todavía vienen buscando un futuro y los comedores sociales se quedan pequeños. Los mandamientos de este siglo no permiten que al margen de la historia la solidaridad haga anotaciones. Nadie quiere buscar arena debajo de los adoquines para construir castillos porque ello exigiría demandar imposibles. Y para reclamar lo imposible, primero habría que pensar en cómo hacerlo.
Una opulencia similar caracteriza a los cerca de 300 estudiantes que decidieron hace unos días increpar al rector de la Universidad Complutense, Carlos Berzosa. Su pecado, querer acabar con la segregación de sexos que aún pervive en algunos colegios mayores públicos de la ciudad (y olvidar atender los desperfectos que nacen al calor del paso del tiempo). Una reivindicación que ha motivado ingentes debates sobre la colisión entre tradición y modernidad que, dicen, se vivió aquélla mañana.Casi nadie entiende que esos hijos de funcionarios, médicos y arquitectos, protesten encarecidamente por pasearse en pijama por los pasillos de la residencia, sin la intimidad que inyecta la igualdad de sexo. Lo que sí que no se comprende es que una reivindicación tan quebradiza se aderece con actuaciones violentas. Menos cuando se habla de esos chicos que los lunes van al teatro, los martes al aula de Pensamiento y los viernes se emborrachan hasta perder la conciencia. Los mismos que cuando cayó la primera oleada de bombas sobre Bagdad salieron a las calles a protestar, que encendieron velas en capitales españolas en un intento de alumbrar la cordura y que gritaron cuando Couso moría trabajando como periodista en la misma guerra. Hoy estos chicos claman por la llegada de una universidad privada, por una injusta política de becas y por el Espacio Europeo de Educación Superior. También hubo días en los que universidades se paralizaban por la imposición de la LOU y viajaban hasta las playas gallegas a limpiar el chapapote que oscurecía la costa. Hoy Afganistán no copa ninguna avenida, millones de licenciados se estancan en el limbo que la crisis ha construido, los inmigrantes todavía vienen buscando un futuro y los comedores sociales se quedan pequeños. Los mandamientos de este siglo no permiten que al margen de la historia la solidaridad haga anotaciones. Nadie quiere buscar arena debajo de los adoquines para construir castillos porque ello exigiría demandar imposibles. Y para reclamar lo imposible, primero habría que pensar en cómo hacerlo.
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