Dicen que el destino depende, en primer lugar, de los estadistas. Luego, de los intérpretes que dedican su vida a dilapidar las connotaciones que esconden las palabras patentadas por cada lengua. Así y todo, hay sensaciones que, simplemente, no encuentran equivalencia cuando se traspasan las fronteras con las que la orografía, y los idiomas, han dibujado la cartografía de estos días. Ellos se esfuerzan en esculpir similitudes, en derruir los muros construidos tras siglos de historia, pero los vocabularios y las gramáticas siguen batallando por su parcela de originalidad.
Esta guerra, rociada de un romanticismo tan lícito como necesario, ha pasado a un segundo plano desde que la sección de Política de los periódicos se ha adueñado de la palabra lengua. Ya no es patrimonio de esa cultura que reivindica su lugar entre las últimas páginas de los vetustos periódicos, que insiste en demostrar que hasta la melodía de una palabra lleva adheridos sentimientos. Los políticos, armados con conceptos difusos, han diseñado una nueva idiosincrasia de sus pueblos -a base de grandes dosis de insolidaridad envuelta en semántica patriótica- y han secuestrado idiomas sin contemplación. El último logro de muchos nacionalistas ha sido la decisión delSenado de incluir las lenguas cooficiales en sus sesiones a partir de 2011. Para los promotores de la propuesta, es un acuerdo de mínimos; para los detractores, un fracaso estrepitoso. Para la sociedad, un gasto a costa de las arcas delEstado y un muro más en su mapamundi.
Dicen las malas lenguas que la presencia de José Montilla en la Comisión General de Comunidades Autónomas costó unos 100 euros por minuto. Y cuentan, además, que se tarda hasta un mes en publicar las actas en lenguas cooficiales, en lugar de los dos o tres días habituales. Hay quien ya ha llegado a cifrar en más de un millón de euros anuales el coste de esta determinación y quien considera que se ha inaugurado una nueva época para esta España de pinganillo. Más burocracia corrosiva y más dinero. Eso es lo que ya detallan las facturas de los traductores. En cambio, lo que llevan años diciendo los estadistas es que la amplia mayoría de los españoles quiere ser bilingüe -pero muy pocos lo son- y que un porcentaje desorbitado de jóvenes piensa que la solidaridad empieza por uno mismo. También que conocer dos lenguas enriquece el espíritu, pero también el bolsillo.
La posibilidad de hablar más de un idioma diluye las barreras y hace posible los milagros que aún promete la globalización. El poder de la lengua es incalculable. Pero hoy, lo que impera, es el lenguaje del poder. Escribió una vez Noam Chomsky que si un científico marciano aterrizara en este planeta descubriría que tenemos varios sistemas de conocimiento, pero que hablamos la misma lengua.El lingüista intentaba entonces abrir la senda hacia una gramática universal, que ensalzara lo común, y no prestara especial atención a las nimiedades de la diferencia.
En España, sin embargo, no haría falta que la nave de ningún marciano desorientado tomara tierra. Ni con el mismo idioma, ni con traducción simultánea. La incomunicación está asegurada. Probablemente porque esté mundo ya está plagado de miles de extraterrestres que poco o nada quieren apostar por homogeneizar la igualdad de la diferencia, sin erradicar las virtudes que todavía nos unen.
Esta guerra, rociada de un romanticismo tan lícito como necesario, ha pasado a un segundo plano desde que la sección de Política de los periódicos se ha adueñado de la palabra lengua. Ya no es patrimonio de esa cultura que reivindica su lugar entre las últimas páginas de los vetustos periódicos, que insiste en demostrar que hasta la melodía de una palabra lleva adheridos sentimientos. Los políticos, armados con conceptos difusos, han diseñado una nueva idiosincrasia de sus pueblos -a base de grandes dosis de insolidaridad envuelta en semántica patriótica- y han secuestrado idiomas sin contemplación. El último logro de muchos nacionalistas ha sido la decisión delSenado de incluir las lenguas cooficiales en sus sesiones a partir de 2011. Para los promotores de la propuesta, es un acuerdo de mínimos; para los detractores, un fracaso estrepitoso. Para la sociedad, un gasto a costa de las arcas delEstado y un muro más en su mapamundi.
Dicen las malas lenguas que la presencia de José Montilla en la Comisión General de Comunidades Autónomas costó unos 100 euros por minuto. Y cuentan, además, que se tarda hasta un mes en publicar las actas en lenguas cooficiales, en lugar de los dos o tres días habituales. Hay quien ya ha llegado a cifrar en más de un millón de euros anuales el coste de esta determinación y quien considera que se ha inaugurado una nueva época para esta España de pinganillo. Más burocracia corrosiva y más dinero. Eso es lo que ya detallan las facturas de los traductores. En cambio, lo que llevan años diciendo los estadistas es que la amplia mayoría de los españoles quiere ser bilingüe -pero muy pocos lo son- y que un porcentaje desorbitado de jóvenes piensa que la solidaridad empieza por uno mismo. También que conocer dos lenguas enriquece el espíritu, pero también el bolsillo.
La posibilidad de hablar más de un idioma diluye las barreras y hace posible los milagros que aún promete la globalización. El poder de la lengua es incalculable. Pero hoy, lo que impera, es el lenguaje del poder. Escribió una vez Noam Chomsky que si un científico marciano aterrizara en este planeta descubriría que tenemos varios sistemas de conocimiento, pero que hablamos la misma lengua.El lingüista intentaba entonces abrir la senda hacia una gramática universal, que ensalzara lo común, y no prestara especial atención a las nimiedades de la diferencia.
En España, sin embargo, no haría falta que la nave de ningún marciano desorientado tomara tierra. Ni con el mismo idioma, ni con traducción simultánea. La incomunicación está asegurada. Probablemente porque esté mundo ya está plagado de miles de extraterrestres que poco o nada quieren apostar por homogeneizar la igualdad de la diferencia, sin erradicar las virtudes que todavía nos unen.
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