Hipnosis para dejar de fumar, adelgazar, acabar con la ansiedad y dormir. Libros de autoayuda para encontrar metas difusas, hallar esperanzas y buscar finales felices. La vida moderna ha ideado un sinfín de técnicas para armonizar el alma y el espíritu, ha beatificado a Paulo Coelho y ha dibujado su canon de belleza, pero aún no ha sido capaz de pintar otra realidad. Las calles cuentan que la gente sigue comprando cajetillas de cigarros en cada kiosko, sufriendo estrés incontrolado y padeciendo insomnio. También que sabe menos cómo imaginar un destino cada vez más dietético. Las estadísticas repiten a destajo que el mundo está cambiando, que las barricadas en las ciudades son cuestión de días y de hambre, y que la precariedad está dibujando un mañana aterrador, alejado del presente que muchos padres pensaron para sus hijos en aquellos años 90. Los jóvenes no se movilizan, destierran de sus intereses las banalidades de la política, se refugian de sus vidas en vasos llenos de absentismo ideológico y huyen de cualquier compromiso. Todo eso lo cuentan cada día los diarios, lo repiten las señoras en las cafeterías, lo narran los grafitis en las paredes, y lo asume esta generación. Una generación que hoy lee que el paro se ha duplicado entre los titulados universitarios jóvenes, aquéllos en los que esta España empobrecida depositó su esperanza socializando la enseñanza superior. Todos esos chicos a los que se les acusa de tenerle pánico a la emprendeduría (una palabra inexistente en el Diccionario de la Real Academia), de anhelar "funcionarizar" sus miedos, de exigir miles de derechos y obviar todas las responsabilidades. A cambio, sin embargo, la sociedad les ha encomendado -ahora más que nunca- cambiar el desolador solar que el capitalismo atroz -sin medida ni control- ha recreado. Esos niños que vivieron en la burbuja del bienestar y que tallaron sobre hielo sus ideas, están obligados a tomar el timón del barco. ¿Estarán preparados para ello? ¿Antepondrán sus sueños a sus razones? ¿El miedo eclipsará su idealismo? Nadie lo sabe, pero el testigo ya se ha pasado. Los discursos dicen que falta iniciativa, que no hay cultura del esfuerzo, que los sueños mueven montañas, que de Cuba sólo hay que quedarse con el ron, que no se puede soñar con Porto Alegre y que "está prohibido prohibir", es el lema del desastre. La realidad deja, a cambio, trabajos precarios, la necesidad de aguantar la crisis, la responsabilidad y las portadas plagadas de trajes y prebendas políticas. Y los sueños, dicen, de esos jóvenes que destilan alguna que otra gota de esperanza, que también piensan en dejar otro mundo a sus hijos, han de quedarse para mañana. Para ese día que no aparece en ningún calendario, que fulmina las esperanzas y que también ayuda a engrosar las listas del paro. Ese indicador -llámese vocación, ilusión o como quiera- debería ser testado por los miles de sociólogos que levantan el castillo de naipes de nuestra realidad sin cesar. También tendría que aparecer el efecto apabullante de una sociedad que atenaza, que amordaza y que hace que, como cantaba Antonio Vega, "no haya nada mejor que imaginar, la física es un placer". Es verdad, es el salvoconducto de nuestros días. Pero no puede ser una sensación minoritaria, apta sólo para las horas que dura un concierto o una película. Ésa es la única válvula que impulsará el motor del cambio. Sólo bombeará si los que se van, y los que llegan, hacen su papel. Porque, como decía otro Antonio (Machado), "hoy es siempre todavía". Los profetas no lo saben todo.
En las estanterías de cualquier bazar, situado en una céntrica calle de una capital europea, se amontonan las baratijas más variadas. Todas ellas, señuelos de la identidad de los países, sustentan la pequeña economía impulsada por los turistas desmemoriados. Una flamenca, un toro y una tortilla. Una Torre Eiffel, un Arco del Triunfo o el Moulin Rouge. El Coliseo, Vittorio Emanuele o Piazza Navona. La ingeniería de la miniatura es capaz de albergar cualquier símbolo con esencia patriótica. Si uno busca más allá de esos muestrarios que creen constreñir la esencia cosmopolita, se pueden hallar, también, creaciones más localistas. Una cutre Sagrada Familia o un Miró a pequeña escala pueden terminar en el salón de casa. Todas, amontonadas en cualquier esquina, están buscando con afán atraer la mirada del espectador, engatusarlo. Justo lo que intenta hoy hacer el nacionalismo. Lo que nadie se imagina es al vendedor, herramienta indispensable de este mercado, obligando a pagar por un trozo de
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