Primero no tuvo nombre, luego fue doméstica, más tarde machista y, ahora, de género. Copó portadas mientras el mundo buscaba el vocablo perfecto, capaz de constreñir todo el dolor de las víctimas y de acaparar la esencia trágica de tantas vidas anónimas, rasgadas por el terror, sepultadas tras la oscuridad del horror. Se quiso un término alejado de cualquier reminiscencia pasional, propia de un cine que, sin querer, caía en la insensatez de la desidia, de las justificaciones veladas. La semántica no debía permitir que las culpas se ponderaran y los responsables fueran menos protagonistas de la desdicha.En medio de este camino, incluso, se creó un polémico Ministerio de Igualdad, que quiso ser la sede donde se fraguara la fórmula química de la equidad que la Historia no había encontrado a través de los siglos. Esta semana, ese mismo departamento presentó un informe que no encontró hueco en medio de la alegría de una España finalista en el Mundial, la historia de polis y ladrones de Alicante y las nuevas exigencias de los bancos a las pymes.
No hubo espacio en las portadas de los diarios para un estudio que desveló que el 13% de los jóvenes españoles es maltratador en potencia, que cinco de cada veinte jovencitas corre el peligro de convertirse en víctima de esta epidemia, que siete de cada diez jóvenes no consideran violencia de género que su pareja le haga sentir miedo y que el 23% ve normal agredir a alguien "que te ha quitado lo que era tuyo". A pesar de todos estos esfuerzos por definir el concepto y edificar una sede donde tratarlo, el fenómeno, lejos de corregirse, se ha incrementado. Este tipo de crueldad se ha intensificado en el seno de las parejas y el Ministerio cree que ha influido decisivamente el efecto imitación, ensalzado por los medios de comunicación. Ya han encontrado, gracias al lenguaje, otra teoría para explicar la deriva de estos atropellos. Han detectado las canciones que promueven estos actos y han recordado que, ya en 1980, la II Conferencia Mundial sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer estableció que la violencia contra las mujeres suponía el crimen más silenciado del mundo. El ejercicio de memoria histórica, de observación pormenorizada, ha nutrido numerosos trabajos de sociólogos deseosos de encontrar la piedra filosofal. Sin embargo, lo cierto es que hoy las riadas de datos, de porcentajes y de grises sucesos conviven con la violencia de sobremesa, los alaridos de luxe y los sálvame de audiencias masivas.
Son programas como La Noria, donde el nivel de los invitados llega a tal altura que hasta algún miembro del Gobierno de Rodríguez Zapatero se ha pasado por sus dependencias. La violencia se ha instaurado en lo cotidiano en un mundo en el que la información no está ejerciendo su papel. No está consiguiendo cambiar la realidad, por muchos nombres que la sociedad idee, por muchos devaneos se que tengan con la literatura, por mucho que se aireen los desastres o por muchas leyes de igualdad que se abanderen. La actualidad cuenta que hoy no es mejor que ayer, que la indiferencia es la pandemia de este siglo y que el estribillo que popularizó Radio Futura eriza el vello. El siglo XXI tendrá que enfrentarse a los crímenes de los corazones de tiza. Pero, también, al exponencial crecimiento de un salvajismo que empieza en el lenguaje, puede terminar en pompa fúnebre y no se explica con la sexualidad.
No hubo espacio en las portadas de los diarios para un estudio que desveló que el 13% de los jóvenes españoles es maltratador en potencia, que cinco de cada veinte jovencitas corre el peligro de convertirse en víctima de esta epidemia, que siete de cada diez jóvenes no consideran violencia de género que su pareja le haga sentir miedo y que el 23% ve normal agredir a alguien "que te ha quitado lo que era tuyo". A pesar de todos estos esfuerzos por definir el concepto y edificar una sede donde tratarlo, el fenómeno, lejos de corregirse, se ha incrementado. Este tipo de crueldad se ha intensificado en el seno de las parejas y el Ministerio cree que ha influido decisivamente el efecto imitación, ensalzado por los medios de comunicación. Ya han encontrado, gracias al lenguaje, otra teoría para explicar la deriva de estos atropellos. Han detectado las canciones que promueven estos actos y han recordado que, ya en 1980, la II Conferencia Mundial sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer estableció que la violencia contra las mujeres suponía el crimen más silenciado del mundo. El ejercicio de memoria histórica, de observación pormenorizada, ha nutrido numerosos trabajos de sociólogos deseosos de encontrar la piedra filosofal. Sin embargo, lo cierto es que hoy las riadas de datos, de porcentajes y de grises sucesos conviven con la violencia de sobremesa, los alaridos de luxe y los sálvame de audiencias masivas.
Son programas como La Noria, donde el nivel de los invitados llega a tal altura que hasta algún miembro del Gobierno de Rodríguez Zapatero se ha pasado por sus dependencias. La violencia se ha instaurado en lo cotidiano en un mundo en el que la información no está ejerciendo su papel. No está consiguiendo cambiar la realidad, por muchos nombres que la sociedad idee, por muchos devaneos se que tengan con la literatura, por mucho que se aireen los desastres o por muchas leyes de igualdad que se abanderen. La actualidad cuenta que hoy no es mejor que ayer, que la indiferencia es la pandemia de este siglo y que el estribillo que popularizó Radio Futura eriza el vello. El siglo XXI tendrá que enfrentarse a los crímenes de los corazones de tiza. Pero, también, al exponencial crecimiento de un salvajismo que empieza en el lenguaje, puede terminar en pompa fúnebre y no se explica con la sexualidad.
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