El mundo lleva ya 50 años sin Albert Camus. Un enero sorpresivo inauguró, de repente, el año -y el mes- que despediría trágicamente al hombre que vio en su siglo cien años plagados de miedo. También al mismo caballero que se preguntó, con esa ingenuidad que quiere despertar conciencias y esperanzas, si no sería posible fundar el partido de los que no están seguros de tener razón.
Cuando el 31 de diciembre queda atrás, y de 2009 sobrevive algo más que una resaca, la frase de Camus, que no fue una premonición, puede ser tan actual como cada uno quiera. Apenas está comenzando una nueva década y ya se han multiplicado las personas que creen estar en posesión de la verdad. Las imágenes esperpénticas que Santa Cruz brindó a toda España no dejan lugar a dudas. Más de quince años después, consensuar la ordenación urbanística de la ciudad es un reto que no encuentra parangón con las quimeras tradicionales. De repente, la calidad de vida que otorga la arquitectura se ha convertido en el epicentro de conversaciones plagadas casi de tantos expertos como oradores posibles. Desde periodistas a ciudadanos de a pie, el urbanismo ha colonizado las frases y ha abonado un dogmatismo que en 2010 no quiere dejar de florecer.
La esencia de la disputa, sin embargo, podría haber sido cualquier otra. En realidad, el calendario ya nos ha dejado en la retina retazos de otros enfrentamientos, de otras sorderas que tienen demasiado que ver con la desconfianza latente hacia el poder. Una lejanía que, paradójicamente, aviva la oposición, sin darse cuenta del descrédito peligroso que supone anteponer réditos electorales a la verdad. En Canarias, esta tendencia se vuelve extremadamente visible cuando los procesos amenazan con llegar a su fin, cuando las vías legales se extinguen. Será algo que muchos volveremos a ver, a pesar de la publicidad de estos días, cuando el plan general de La Laguna esté a punto de aprobarse. Aquí, después de la calma -y de los momentos para la participación ciudadana- es cuando llega la tempestad. Este boicot, que luego no se traduce en votos, no tiene nada que ver con la oportunidad, la justicia o el descontento real. En todo conflicto, han de existir frentes opuestos. Pero a estas alturas, ya ni siquiera se trata de quien está en lo cierto. De los diálogos se enriquece uno, dicen. Sin embargo, en estas Islas no existe ningún atisbo de retroalimentación y hablar se vuelve una tarea, en vez de un placer.Por eso, cada vez hay más eslóganes y menos contenido en las incontables manifestaciones con más demandas que personas. Todos creemos tener razón, la razón que da saber a ciencia cierta que el poder es perverso.También, que la construcción es un nido de víboras -aunque hubo un tiempo en que la especulación fue patrimonio público- y la corrupción sinónimo de interés. Será por eso que las protestas apenas tienen que ver ya con la solidaridad. En un contexto así, y sin divinizar en absoluto el plan general de Santa Cruz, es normal que nadie quiera ceder ni un metro de su espacio para uso público, ni perder un céntimo. Aunque el valor añadido de los pisos dependa de muchas obras que hace la administración. Pero esa administración es corrupta y nunca tiene razón, ¿no?
Cuando el 31 de diciembre queda atrás, y de 2009 sobrevive algo más que una resaca, la frase de Camus, que no fue una premonición, puede ser tan actual como cada uno quiera. Apenas está comenzando una nueva década y ya se han multiplicado las personas que creen estar en posesión de la verdad. Las imágenes esperpénticas que Santa Cruz brindó a toda España no dejan lugar a dudas. Más de quince años después, consensuar la ordenación urbanística de la ciudad es un reto que no encuentra parangón con las quimeras tradicionales. De repente, la calidad de vida que otorga la arquitectura se ha convertido en el epicentro de conversaciones plagadas casi de tantos expertos como oradores posibles. Desde periodistas a ciudadanos de a pie, el urbanismo ha colonizado las frases y ha abonado un dogmatismo que en 2010 no quiere dejar de florecer.
La esencia de la disputa, sin embargo, podría haber sido cualquier otra. En realidad, el calendario ya nos ha dejado en la retina retazos de otros enfrentamientos, de otras sorderas que tienen demasiado que ver con la desconfianza latente hacia el poder. Una lejanía que, paradójicamente, aviva la oposición, sin darse cuenta del descrédito peligroso que supone anteponer réditos electorales a la verdad. En Canarias, esta tendencia se vuelve extremadamente visible cuando los procesos amenazan con llegar a su fin, cuando las vías legales se extinguen. Será algo que muchos volveremos a ver, a pesar de la publicidad de estos días, cuando el plan general de La Laguna esté a punto de aprobarse. Aquí, después de la calma -y de los momentos para la participación ciudadana- es cuando llega la tempestad. Este boicot, que luego no se traduce en votos, no tiene nada que ver con la oportunidad, la justicia o el descontento real. En todo conflicto, han de existir frentes opuestos. Pero a estas alturas, ya ni siquiera se trata de quien está en lo cierto. De los diálogos se enriquece uno, dicen. Sin embargo, en estas Islas no existe ningún atisbo de retroalimentación y hablar se vuelve una tarea, en vez de un placer.Por eso, cada vez hay más eslóganes y menos contenido en las incontables manifestaciones con más demandas que personas. Todos creemos tener razón, la razón que da saber a ciencia cierta que el poder es perverso.También, que la construcción es un nido de víboras -aunque hubo un tiempo en que la especulación fue patrimonio público- y la corrupción sinónimo de interés. Será por eso que las protestas apenas tienen que ver ya con la solidaridad. En un contexto así, y sin divinizar en absoluto el plan general de Santa Cruz, es normal que nadie quiera ceder ni un metro de su espacio para uso público, ni perder un céntimo. Aunque el valor añadido de los pisos dependa de muchas obras que hace la administración. Pero esa administración es corrupta y nunca tiene razón, ¿no?
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