Dicen por las calles de muchas ciudades que la cháchara antisistema no deja de corroer los discursos, lapidando la prosperidad y el progreso -quien sabe si estas dos palabras han de ir siempre unidas- que han de germinar en sociedades abocadas a liderar este siglo. Son esas mismas voces demonizadas las que sostienen estos días que permitir la libertad cibernética perpetúa la democracia más pura e incorrupta. Están convencidos de que el acceso sin barreras a la información y a la cultura se consigue así, evitando cualquier penalización ante las descargas, colocando al alcance de un click absolutamente todo.
Estas consignas, bañadas con un sopor utópico e irreal, no terminan de contar la verdad. Al menos, cuesta creerlo en tiempos en los que la alfabetización sigue siendo un reto que merma el desarrollo de muchos países. Una vez más, este sistema que es la democracia recibe críticas a destajo, pero al mismo tiempo es la excusa perfecta para obviar el trabajo ajeno y olvidar retos perennes.
En ese escenario, hoy comprar un disco o colocar un libro en la estantería es un acto de militancia. No lo creen así los abanderados de las nuevas tecnologías, que insisten en que la digitalización del saber está propiciando una revolución inaudita, que nunca antes la historia estuvo al alcance de miles de millones de personas. Es totalmente cierto. Igual que el argumento con el que responden los nostálgicos -acusados de inmolarse por un pasado arcaico- que no se cansan de decir que el polvo que cubre los volúmenes de antaño no puede limpiarse así de fácil. Lo que queda en medio de tanta frase dogmática, de tanto correr hacia delante y de tanto huir de la ciencia, es una triste realidad. Ahora que las máquinas nos adelantan el trabajo, buscan a velocidades impensadas lo que necesitamos, el hombre no parece dispuesto a emplear ese tiempo en reflexionar sobre ese enjambre de datos inconexos. Dijo Heinrich Heine, cuando los nazis decidieron quemar 25.000 libros enfrente de la Universidad de Humboldt (Berlín), que "allí donde queman libros acaban quemando hombres". Hoy, una estantería vacía lucha para que aquella tragedia no se olvide. A las puertas del centro, un esporádico mercadillo de libros usados, y algún que otro vinilo, escribe otra historia. No evita, no obstante, que la era del progreso sin fin esté ayudando a llenar las estanterías de obras que no se llegarán a leer. Como un acto fetiche, adquirir un volumen se ha vuelto una necesidad que se sacia con la propiedad. Esta sociedad, de placer a largo plazo, ha hipotecado su cultura para un instante que no aparece en los calendarios. Prefiere comprar una casa y perder calidad de vida, inundar su biblioteca de hojas para las que no sacará tiempo. Por eso, este debate se vuelve más complicado, porque en tiempos de de e-books y de autorías vapuleadas, no hay más personas que quieran comprometerse con 300 páginas. Mejor párrafos deshilvanados, hallados en la espesura del oráculo de Google. Y mientras todo esto siga ocurriendo, la cuestión fundamental -ésa que va más allá de derechos de autor y de si los libros pierden valor por estar al alcance de todos- seguirá sin respuesta. Porque no se solucionará en un mp3, sino en nuestras cabezas.
Estas consignas, bañadas con un sopor utópico e irreal, no terminan de contar la verdad. Al menos, cuesta creerlo en tiempos en los que la alfabetización sigue siendo un reto que merma el desarrollo de muchos países. Una vez más, este sistema que es la democracia recibe críticas a destajo, pero al mismo tiempo es la excusa perfecta para obviar el trabajo ajeno y olvidar retos perennes.
En ese escenario, hoy comprar un disco o colocar un libro en la estantería es un acto de militancia. No lo creen así los abanderados de las nuevas tecnologías, que insisten en que la digitalización del saber está propiciando una revolución inaudita, que nunca antes la historia estuvo al alcance de miles de millones de personas. Es totalmente cierto. Igual que el argumento con el que responden los nostálgicos -acusados de inmolarse por un pasado arcaico- que no se cansan de decir que el polvo que cubre los volúmenes de antaño no puede limpiarse así de fácil. Lo que queda en medio de tanta frase dogmática, de tanto correr hacia delante y de tanto huir de la ciencia, es una triste realidad. Ahora que las máquinas nos adelantan el trabajo, buscan a velocidades impensadas lo que necesitamos, el hombre no parece dispuesto a emplear ese tiempo en reflexionar sobre ese enjambre de datos inconexos. Dijo Heinrich Heine, cuando los nazis decidieron quemar 25.000 libros enfrente de la Universidad de Humboldt (Berlín), que "allí donde queman libros acaban quemando hombres". Hoy, una estantería vacía lucha para que aquella tragedia no se olvide. A las puertas del centro, un esporádico mercadillo de libros usados, y algún que otro vinilo, escribe otra historia. No evita, no obstante, que la era del progreso sin fin esté ayudando a llenar las estanterías de obras que no se llegarán a leer. Como un acto fetiche, adquirir un volumen se ha vuelto una necesidad que se sacia con la propiedad. Esta sociedad, de placer a largo plazo, ha hipotecado su cultura para un instante que no aparece en los calendarios. Prefiere comprar una casa y perder calidad de vida, inundar su biblioteca de hojas para las que no sacará tiempo. Por eso, este debate se vuelve más complicado, porque en tiempos de de e-books y de autorías vapuleadas, no hay más personas que quieran comprometerse con 300 páginas. Mejor párrafos deshilvanados, hallados en la espesura del oráculo de Google. Y mientras todo esto siga ocurriendo, la cuestión fundamental -ésa que va más allá de derechos de autor y de si los libros pierden valor por estar al alcance de todos- seguirá sin respuesta. Porque no se solucionará en un mp3, sino en nuestras cabezas.
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