Durante un tiempo me resistí a dejar de leer periódicos en papel. Quizás fue por deformación profesional, quizás por conservadurismo, quizás por esnobismo. Empecé Periodismo en el año 2000, cuando los blogs no existían, y sobreviví toda la carrera sin contratar internet en mi piso compartido. Entonces esta realidad no era épica. Las salas de informática de la facultad cubrían nuestras necesidades básicas: permitían consultar el correo, enviar mails, chatear y recopilar información para las decenas de trabajos que había que entregar. Además, no teníamos un duro. Cuando llegué a mi primera redacción, en 2006, todavía los periódicos locales podían sacar tiradas de más de cien páginas y las separatas de anuncios clasificados eran más amplias que muchos suplementos culturales actuales. Así, ¿quién iba a rendirse fácilmente a los encantos de la prensa digital?
En 2022 estoy suscrita a cuatro periódicos y a varias revistas, aunque accedo a otras muchas publicaciones gratuitas. Pago mucho más de lo que leo. Igual que cuando estaba en la facultad, solo compro periódicos en papel los fines de semana. Entonces era una cuestión económica, ahora de tiempo y de accesibilidad. Sin embargo, no estoy segura de que disponer de más información en cualquier momento del día me haya hecho más capaz de contextualizar la realidad en la que vivo. La jerarquía de las portadas, la priorización informativa que delegábamos en quienes elaboraban aquellos ejemplares en papel, prácticamente se ha extinguido. Las redes digitales se han convertido en una de las principales fuentes de información: los lectores acceden a los periódicos a través de Facebook y Twitter. Se mueven -nos movemos- en un continuo interminable, porque en las webs se jerarquiza peor y durante menos tiempo (¿cuánto permanece una portada?) y cabe absolutamente todo. Cuando más información tenemos, más perdidos nos sentimos.
No creo que ese cambio lo hayan experimentado solo los periódicos. Tengo la sensación de que vivimos en un mundo cada vez más desordenado, menos estructurado, más caótico; que nos estamos volviendo incapaces de organizar la información en nuestra cabeza, de esquematizar, con todas sus dificultades, la realidad. Nos cuesta concentrarnos, nos cuesta leer diez páginas de un libro sin consultar el móvil, nos cuesta relacionar conceptos, nos cuesta situarnos en el mundo y situar a los demás; y nos cuesta mantener una conversación con otra persona, porque estamos tan ansiosos por contestar que olvidamos que primero hay que escuchar.
Estos problemas no son nuevos. En Superficiales: ¿qué está haciendo internet con nuestras mentes?, publicado en 2011, Nicholas Carr ya recopiló numerosos ejemplos de colegas a los que les resultaba imposible leer una novela larga o que cada vez tenían menos paciencia para enfrentarse a artículos que incluían argumentaciones complejas. Nos pasamos los días haciendo clic en hipervínculos, viajando de una información a otra, pero desconocemos cómo se han construido los trayectos que las unen. Nuestra forma de pensar ha mutado. Y no necesariamente a mejor.
El sociólogo Zygmunt Bauman decía hace ya bastantes años que nos hemos convertido en una sociedad líquida en la que los cambios continuos y acelerados han debilitado los vínculos humanos. Esa desconexión no hace más que aumentar. Nos hemos vuelto consumidores de píldoras informativas a la carta que nos están haciendo perder contexto, pero también empatía. Que nuestros jóvenes tengan mala comprensión lectora, no puedan hilar varias ideas y sean incapaces de redactar un comentario de texto no es un problema exclusivamente educativo, es el resultado de muchos fenómenos, también de este.
Mi contacto con los periódicos empezó muy pronto. En casa siempre los hubo. Todavía hoy, muchas tardes, cuando llamo a mi padre y le preguntó qué anda haciendo, su respuesta es la misma: “Estaba terminando de leer el periódico, que hoy no había tenido tiempo de acabarlo”. Reconozco que siento envidia.
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