Cada vez que pienso en la masacre perpetrada hace unos días en Bucha, una localidad cercana a Kiev, veo al mismo hombre, maniatado, tirado sobre el asfalto mojado por la lluvia, con su abrigo marrón. Hace mucho frío, pero ya no importa. Acaba de ser ejecutado. Sus uñas se han oscurecido, no sé si por las bajas temperaturas o por la suciedad. El cordón que mantiene sus brazos atados a la espalda conserva su color blanco. Los palés se amontonan a solo unos metros. Es una de las imágenes que captó el fotógrafo Santi Palacios para Revista 5w y que me persigue desde entonces.
La invasión rusa de Ucrania está siendo relatada por reporteros y fotoperiodistas de todo el mundo. Algunos son independientes, otros se han desplazado hasta el país asediado con el apoyo de un medio de comunicación. Hay quienes ofrecen sus historias a empresas privadas y quienes lo hacen a empresas públicas; unos publican en periódicos de derechas y otros trabajan para cadenas de televisión de izquierdas; algunos perciben un salario todos los meses y otros cobran según las crónicas que envíen. Han ido a contar lo que ven. La narración de los hechos moldeará la opinión pública, determinará si apoyamos o no las acciones que Europa tomará en los próximos meses. Si elegimos paz o aire acondicionado en verano. Sin relato, sin fotografías, la tragedia no existe. Tampoco los dilemas morales.
Sin embargo, hay quienes no se creen lo que ha ocurrido en Bucha. Presienten que es un montaje para vendernos una historia adulterada. Es probable que sean los mismos que relativizan esta guerra. Vivimos unos tiempos en los que ni los datos ni las imágenes ni los organismos internacionales son fuentes de información lo suficientemente reputadas y fidedignas como para poder establecer qué es la verdad. Estos posibles crímenes de guerra deben ser documentados para que entidades internacionales investiguen lo ocurrido. Pero ¿modificará eso lo que algunos piensan? Las noticias falsas ya son un éxito, no porque consigan que creamos lo que cuentan, sino porque logran que dejemos de creer. Si todo puede ser mentira, nada es verdad. O solo es verdad aquello que encaja con mis creencias.
El presidente Volodímir Zelenski es especialmente consciente de la importancia del relato en cualquier contienda, más, incluso, en aquella que surge en la era de la desinformación. Por eso ha dado discursos en más de una docena de parlamentos de todo el mundo, apelando, en cada caso, a la historia propia de los ciudadanos del país al que se dirige.
Ramón González Férriz escribía hace unos días que no recuerda un conflicto reciente en el que fuera tan fácil saber quién era el agresor y quién la víctima, pero que, sin embargo, a ciertas personas eso no les parece relevante: lo trascendente es estar contra Occidente, aunque suponga disculpar las atrocidades del adversario. Y lo hacen en nombre de la paz.
En nombre de la paz, sin embargo, se han cometido, o permitido, un sinfín de atrocidades. Más de 8.000 bosnios musulmanes murieron a manos del ejército serbio en Srebrenica en 1995. Con los cascos azules de Naciones Unidas sobre el terreno en misión de paz. En una ciudad que había sido declarada como “segura”. Es un buen momento para ver Quo vadis, Aida, una película que recoge esos terribles días de julio en los que sucedió la matanza. O para releer el informe que la ONU publicó algunos años más tarde analizando lo sucedido, en el que se precisa que la gran mayoría de los fallecidos no murió en combate: los cuerpos exhumados mostraron que muchos tenían las manos atadas o los ojos vendados cuando perdieron la vida.
Es difícil conocer la verdad, probablemente más que nunca, pero aun así deberíamos intentar comprenderla en directo, no a posteriori, cuando solo podamos lamentar lo que hicimos, que a veces es lo mismo que lo que no hicimos.
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