“Es la primera vez que desconecto totalmente un fin de semana en toda mi carrera profesional”. “Evito mirar Twitter cuando no estoy trabajando porque no puedo más”. “Estoy agotada”. Cada vez escucho a más amigos y compañeros de profesión reconocer que son incapaces de aguantar el ritmo informativo en el que estamos inmersos desde hace dos años. La rueda del hámster en la que se ha convertido nuestro día a día no es nueva. Hace tiempo que sentimos que nos faltan horas para todo: para leer, para llamar a la familia, para hacer deporte, para descansar. Los fines de semana siguen durando lo mismo, pero la velocidad a la que nos movemos crece continuamente, lo que se traduce en vértigo y frustración.
No es solo una sensación, el mundo avanza cada vez más rápido. Antes, la actualidad se circunscribía a nuestro entorno más próximo; ahora, cuando la interconexión es planetaria, ese entorno es el mundo entero. Ocurren más desastres y nos quedan más series por ver, más libros por leer y más viajes que hacer porque sabemos que nuestro mapamundi se ha expandido. Disponer de más opciones para elegir es, a priori, una buena noticia, pero no lo es tanto cuando nos damos cuenta de que nunca tendremos tiempo para satisfacer todas esas inquietudes que hemos descubierto que teníamos. Por más que optimicemos nuestras maratonianas jornadas, siempre habrá alguien que haya logrado hacer lo que nosotros no pudimos. Las redes sociales están ahí para recordárnoslo.
El filósofo Hartmut Rosa ha analizado este agotamiento que sentimos casi todos en su “Remedio a la aceleración. Ensayos sobre la resonancia” (Ned Ediciones, 2019). No dejamos de correr, dice, pero la mayoría de nuestras carreras tienen el mismo objetivo: permanecer en el lugar en el que estábamos antes de empezar. Y todo eso nos afecta: no somos más felices y, por supuesto, nuestra salud mental se está resintiendo.
El 11 de septiembre de 2001 yo estaba en casa de mis padres viendo la tele cuando dos aviones, de forma consecutiva, impactaron contra las Torres Gemelas; la última guerra de Irak empezó cuando me encontraba en la facultad de Periodismo de Sevilla y los alumnos organizamos una manifestación sobre la marcha; y el 11 de marzo de 2004 me subí al coche de la autoescuela a las 8.00 horas, cuando en la radio, y en el resto de España, aún se pensaba que ETA estaba detrás de los atentados de Madrid. Sé, sin embargo, que esa capacidad de recordar acontecimientos tiene los días contados. El encadenamiento interminable de hechos históricos a cualquier hora del día está distorsionando nuestra percepción de la realidad; hoy, la última hora de los periódicos se actualiza al minuto.
Por supuesto, con tantas tragedias persiguiéndonos, la trivialidad está mal vista. Según la Real Academia Española, algo trivial es algo “vulgarizado, común y sabido de todos” o algo “que carece de toda importancia y novedad”. Es curioso, porque en los periodos de guerra también sobrevive eso que llamamos trivial o banal, como ir al teatro, escuchar música en directo y hasta reírnos. Nadie quiere vivir un hecho histórico en primera persona ni ponerse a prueba en situaciones límite: solo queremos disfrutar de la única vida que tenemos. La distancia entre quienes experimentan una guerra o una catástrofe de otro tipo y quienes no lo hemos hecho es insalvable. La trivialidad, para los ucranianos, es hoy un lujo. Pero en circunstancias normales todos necesitamos activar el modo avión de vez en cuando. Incluso necesitamos un respiro para justificarnos por la banalidad de escribir un artículo recordando la importancia de parar, de perder el tiempo, de ser insignificantes. O, lo que es lo mismo, de ser humanos.
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