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Por qué García Márquez odiaba las entrevistas


A Gabo no le gustaban las entrevistas. Hace años contó por qué. Se dio cuenta de que las entrevistas habían pasado a ser parte absoluta de la ficción, y que en ese camino, además de perder originalidad, se había permitido que aflorara la más burda manipulación. No sé exactamente la fecha, pero sí que han pasado ya más de 30 años desde que el Nobel de Literatura argumentara sus consideraciones acerca de este género informativo. Sus pensamientos sobre este asunto y de otros han quedado recogidos en un maravilloso libro, Notas de prensa. Obra periodística (1961-1984). Detro de él hay dos textos en los que el colombiano reconoce su aversión a las entrevistas. Se titulan ¿Una entrevista? No, gracias y Está bien, hablemos de literatura.

En el primero de ellos insiste en la necesidad de la complicidad, algo que hoy aterra a los periodistas de raza. “El género de la entrevista abandonó hace mucho tiempo los predios rigurosos del periodismo para internarse con patente de corso en los manglares de la ficción. Lo malo es que la mayoría de los entrevistadores lo ignoran, y muchos entrevistados cándidos todavía no lo saben. Unos y otros, por otra parte, no han aprendido aún que las entrevistas son como el amor: se necesitan por lo menos dos personas para hacerlas, y sólo salen bien si esas dos personas se quieren”.

Además, Márquez tenía la convicción de que cada vez que accedía a un encuentro con un redactor -concedió una entrevista al mes durante 12 años- ocurría lo mismo: siempre se repetía la misma entrevista. Él se esforzaba por que eso no fuera así, e incluso ideaba nuevas respuestas para las mismas preguntas. Una vez, cuenta, se quedó pensativo cuando su interlocutor le inquirió sobre su método de trabajo. “Si es muy difícil para usted esta pregunta puedo cambiarla”, dijo. “Al contrario, es una pregunta tan fácil, y tantas veces contestada por mí, que estoy buscando una respuesta distinta”. Al periodista no le hizo ninguna gracia la respuesta. ¿Cómo era posible que pudiera responder de manera diferente? ¿Acaso su rutina laboral cambiaba? ¿Su método de inspiración y materialización de esas ideas variaban?

El escritor, sin embargo, no atribuía el fracaso solo al periodista. “Tal vez los entrevistadores no se den cuenta de hasta qué punto nos duele su fracaso a los entrevistados, pues en la realidad no es un fracaso de ellos solos, sino, sobre todo, un fracaso nuestro. Siempre me quedo con la impresión sobrecogedora de que el domingo próximo, cuando los lectores abran el periódico, se dirán con un gran desencanto, y quizá con una rabia justa, que allí está otra vez la misma entrevista de siempre, del escritor de siempre”.

Hay entrevistas, en cambio, que sí recordó pasados los años. Rememora en Hablemos de Literatura una conversación de cuatro horas que mantuvo con Ron Sheppard, uno de los redactores literarios de la revista Time. Cumplía dos características fundamentales para él: la ausencia de “magnetófono” y que el diálogo se centrara en la literatura.

Es curioso, pero los periodistas tenemos un defecto evidente, y que, igual que muchísimos otros, no hemos sabido reconocer ni remediar. La mayoría de las veces que entrevistamos a un escritor de prestigio tendemos a interrogarle sobre sus preferencias políticas y sobre su capacidad de observar y analizar la realidad. Las preguntas sobre su oficio escasean. Creo sinceramente que lo hacemos por puro desconocimiento, por ignorancia, pero también porque estamos convencidos de que esos escritores que han sabido retratar la esencia del ser humano tienen que iluminar el futuro.

“(…) Sheppard sólo me habló y sólo me hizo hablar de literatura, y demostró, sin el menor asomo de pedantería, que sabe muy bien lo que es. La segunda es que había leído con mucha atención todos mis libros y había estudiado muy bien, no sólo por separado, sino también en su orden y en su conjunto, y además se había tomado el trabajo arduo de leer numerosas entrevistas mías para no recaer en la mismas preguntas de siempre. Este último punto no me interesó tanto por halagar mi vanidad -cosa que, de todos modos, no se puede ni se debe descartar cuando se habla con cualquier escritor, aun con los que parecen más modestos-, sino porque me permitió explicar mejor, con mi experiencia propia, mis concepciones personales del oficio de escribir”.

Por último, además de la repetición y del déficit literario de los encuentros con periodistas, Márquez también había advertido del peligro de la manipulación y así lo dejó escrito en su primer texto, ¿Una entrevista? No, gracias. Para explicarlo tomó como ejemplo una entrevista a Mario Vargas Llosa, del que estuvo alejado durante muchos años tras una mediática pelea.

“(…) me encontré con una entrevista a Mario Vargas Llosa publicada por la revista Cromos, de Bogotá, con el siguiente título: «Gabo publica las sobras de Cien años de soledad». La frase, entre comillas, quiere decir, además, que es una cita literal. Sin embargo, lo que Vargas Llosa dice en su respuesta es lo siguiente: «A mí me impresiona todavía un libro como Cien años de soledad, que es una suma literaria y vital. García Márquez no ha repetido semejante hazaña porque no es fácil repetirla. Todo lo que ha escrito después es una reminiscencia, son las sobras de ese inmenso mundo que él ideó. Pero creo que es injusto criticárselo. Es injusto decir que la Crónica no está bien porque no es como Cien años de sociedad. Es imposible escribir un libro como ése todos los días»”.

Gabriel García Márquez murió el 17 de abril de 2014. El mundo entero ha ensalzado sus virtudes: es una forma muy noble de decir adiós. Los periodistas, que hemos liderado ese reconocimiento, tenemos muchísimo que aprender todavía de él. Seguramente ese es el mejor homenaje.

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