Las listas tuvieron que inventarse en Navidad. Cada vez que el año
está a punto de terminar proliferan los decálogos, las listas y, en
general, las enumeraciones de casi todo. Están los mejores libros, las
canciones que más triunfan en las radiofórmulas, las series más vistas y
los regalos más oportunos para hombres mayores de 40. La tendencia se
repite durante todo el año -a quién no le gusta constreñir-, pero los
balances siempre son más simbólicos si se ciñen a un marco temporal. Y
todo el mundo sabe que los marcos temporales se miden, preferiblemente,
en años.
Esta afición por agrupar, clasificar o catalogar tiene mucho que ver con la necesidad de controlar, de abreviar todo lo que ocurre y reducirlo a una expresión que se pueda entender. Los autores de las listas suelen situarse a una altura considerable desde la que es más fácil ver el horizonte. El resto, saturados de información, adaptan sus gustos a esas guías, se olvidan de matices y acaban creyendo que la calidad siempre se esconde en una lista. El problema de asumir esta certeza es que la capacidad de buscar, y también de hallar, se pierde. Es aburrido que todo sea homogéneo, pero es que además es peligroso.
Hace unos días recordaba Juan Cruz en Twitter que las librerías siempre esconden libros imprescindibles que no están entre los más vendidos y que nadie ha colocado en el top ten de algún suplemento cultural. Seguro que Jorge Carrión, que acaba de publicar un ensayo apasionante sobre la geografía que ha dibujado recorriendo librerías, está totalmente de acuerdo. Cuando uno entra en una librería, el menor de sus deseos es ir a tiro hecho -aunque a veces sea un imperativo por el tiempo- o que el dependiente le mire con incomodidad si pasa más tiempo del recomendado ojeando libros. Lo que necesita es perderse entre estanterías para poder encontrar lo que necesita en ese instante. Las recomendaciones, las últimas publicaciones o los best seller pueden situarse a la entrada, en un mueble dedicado en exclusiva a ellos. No hay problema siempre y cuando recordemos que detrás hay mucho más.
Es verdad que todo cabe en una lista, pero solo porque pueden existir tantas listas como estemos dispuestos a elaborar. Quizá el problema no sean los repertorios o los inventarios, sino nuestra disposición y nuestra habilidad para hacer recuentos. Hay que dejar que las voces autorizadas nos guíen, pero hay una parte que únicamente se hace con la originalidad que da la experiencia propia, no la ajena.
Esta afición por agrupar, clasificar o catalogar tiene mucho que ver con la necesidad de controlar, de abreviar todo lo que ocurre y reducirlo a una expresión que se pueda entender. Los autores de las listas suelen situarse a una altura considerable desde la que es más fácil ver el horizonte. El resto, saturados de información, adaptan sus gustos a esas guías, se olvidan de matices y acaban creyendo que la calidad siempre se esconde en una lista. El problema de asumir esta certeza es que la capacidad de buscar, y también de hallar, se pierde. Es aburrido que todo sea homogéneo, pero es que además es peligroso.
Hace unos días recordaba Juan Cruz en Twitter que las librerías siempre esconden libros imprescindibles que no están entre los más vendidos y que nadie ha colocado en el top ten de algún suplemento cultural. Seguro que Jorge Carrión, que acaba de publicar un ensayo apasionante sobre la geografía que ha dibujado recorriendo librerías, está totalmente de acuerdo. Cuando uno entra en una librería, el menor de sus deseos es ir a tiro hecho -aunque a veces sea un imperativo por el tiempo- o que el dependiente le mire con incomodidad si pasa más tiempo del recomendado ojeando libros. Lo que necesita es perderse entre estanterías para poder encontrar lo que necesita en ese instante. Las recomendaciones, las últimas publicaciones o los best seller pueden situarse a la entrada, en un mueble dedicado en exclusiva a ellos. No hay problema siempre y cuando recordemos que detrás hay mucho más.
Es verdad que todo cabe en una lista, pero solo porque pueden existir tantas listas como estemos dispuestos a elaborar. Quizá el problema no sean los repertorios o los inventarios, sino nuestra disposición y nuestra habilidad para hacer recuentos. Hay que dejar que las voces autorizadas nos guíen, pero hay una parte que únicamente se hace con la originalidad que da la experiencia propia, no la ajena.
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