Ir al contenido principal

Alejarnos para acercarnos



Estamos acostumbrados a consumir a la carta. Los tiempos de cinco canales de televisión -ya no digo cuando Televisión Española era nuestra única ventana al exterior- y de hay lentejas, las comes o las dejas, quedan muy lejos. Hoy Netflix nos recomienda qué series ver en función de nuestros gustos, Facebook nos propone las noticias que querríamos leer, Spotify nos hace playlist con artistas que aún no conocemos -pero que nos encantarán-, TripAdvisor nos propone restaurantes en cualquier ciudad, las aerolíneas de bajo coste nos ponen el planeta al alcance de nuestro bolsillo y las plataformas de citas nos sugieren con quién deberíamos salir. El banquete de Internet es interminable, eterno e instantáneo. Tenemos más acceso que nunca al mundo, pero nos cuesta más salir de nuestro pequeño universo.

El historiador Tony Judt explicaba en su libro “Algo va mal” (Taurus, 2010) que la política de los años 60 del siglo pasado derivó en un cúmulo de reivindicaciones individuales. “La identidad empezó a colonizar el discurso público: la identidad individual, la identidad sexual, la identidad cultural (..)”, explicaba. Mientras, las causas colectivas se iban haciendo cada vez más pequeñas. “Con independencia de lo legítimas que sean las reivindicaciones de los individuos y de lo importantes que sean sus derechos, darles prioridad tiene un precio inevitable: se debilita el sentido de un propósito común. Hubo un tiempo en que cada uno recibía su vocabulario normativo de la sociedad -o de la clase o de la comunidad-: lo que era bueno para todos, valía por definición para cada uno. Pero no lo contrario: lo que era bueno para una persona puede (o no) ser de valor o interés para otra”.

Cuando, poco después, Judt murió, ese individualismo no solo no había desaparecido, sino que iba a más. Hace tiempo que dejamos de luchar por la justicia social y empezamos a hacerlo por los derechos y las necesidades de cada cual, sin darnos cuenta de que a veces esos derechos y esas necesidades colisionaban con los de otros. Perdimos la perspectiva.

Estos días estamos viviendo una situación excepcional: la expansión de una enfermedad nueva -originada por un coronavirus- ha convertido nuestra rutina en una película distópica. En ella se nos obliga a todos, con independencia de nuestra ideología o condición social, a cambiar nuestra forma de pensar y de relacionarnos con los demás. La única estrategia eficaz para evitar que los contagios se produzcan a una velocidad insostenible para nuestro sistema sanitario es lavarnos bien las manos y quedarnos en casa. Es decir, tenemos que alejarnos de vecinos, amigos y desconocidos, pero, al mismo tiempo, confiar más en ellos. 

Confinados en casa podremos seguir haciendo uso de todas esas plataformas audiovisuales que nos acercan el ocio y la cultura y que, junto con los libros, hacen cualquier aislamiento físico más llevadero. Nos quedan, además, los grupos de Whatsaap, los periódicos y las radios. No saldremos de casa, no nos besaremos ni abrazaremos y, sin embargo, estaremos más conectados que nunca. El reto es estar más cerca unos de otros, ahora y después. Para acabar con la pandemia y para avanzar como sociedad. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Mezquino azar

En las estanterías de cualquier bazar, situado en una céntrica calle de una capital europea, se amontonan las baratijas más variadas. Todas ellas, señuelos de la identidad de los países, sustentan la pequeña economía impulsada por los turistas desmemoriados. Una flamenca, un toro y una tortilla. Una Torre Eiffel, un Arco del Triunfo o el Moulin Rouge. El Coliseo, Vittorio Emanuele o Piazza Navona. La ingeniería de la miniatura es capaz de albergar cualquier símbolo con esencia patriótica. Si uno busca más allá de esos muestrarios que creen constreñir la esencia cosmopolita, se pueden hallar, también, creaciones más localistas. Una cutre Sagrada Familia o un Miró a pequeña escala pueden terminar en el salón de casa. Todas, amontonadas en cualquier esquina, están buscando con afán atraer la mirada del espectador, engatusarlo. Justo lo que intenta hoy hacer el nacionalismo. Lo que nadie se imagina es al vendedor, herramienta indispensable de este mercado, obligando a pagar por un trozo de

Por qué García Márquez odiaba las entrevistas

A Gabo no le gustaban las entrevistas. Hace años contó por qué. Se dio cuenta de que las entrevistas habían pasado a ser parte absoluta de la ficción, y que en ese camino, además de perder originalidad, se había permitido que aflorara la más burda manipulación. No sé exactamente la fecha, pero sí que han pasado ya más de 30 años desde que el Nobel de Literatura argumentara sus consideraciones acerca de este género informativo. Sus pensamientos sobre este asunto y de otros han quedado recogidos en un maravilloso libro, Notas de prensa. Obra periodística (1961-1984). Detro de él hay dos textos en los que el colombiano reconoce su aversión a las entrevistas. Se titulan ¿Una entrevista? No, gracias y Está bien, hablemos de literatura . En el primero de ellos insiste en la necesidad de la complicidad, algo que hoy aterra a los periodistas de raza. “El género de la entrevista abandonó hace mucho tiempo los predios rigurosos del periodismo para internarse con patente de corso en los mangl

No, no y no

Casi todo lo que voy a contarles hoy lo saqué de un artículo que Leila Guerriero publicó en la revista El Malpensante hace un tiempo. En el año 2004 los periódicos argentinos publicaron la historia de Bernard Heginbotham, un británico de 100 años que un día, harto de ver los dolores que soportaba su mujer, entró en la habitación del geriátrico en el que ella pasaba sus días y le rebanó el cuello. Lo detuvieron y lo juzgaron, pero la Corte de Preston decidió que había sido un verdadero acto de amor, que no tenía culpa. El hombre no quería escuchar más hablar de resignación o de piedad y, tras 67 años amando a su mujer, agarró un cuchillo y le quitó la vida. Quizá este ejemplo no sea el más apropiado, pero, sorteando en parte el debate ético, a Guerriero le sirvió para pensar en lo que ha significado decir no a lo largo de su vida. Ella recuerda perfectamente la primera vez que dijo un no rotundo. No soportaba las clases de solfeo a las que, obligada, acudía a diario. Un