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Refugiados

                     


La primera vez que los vi no sabía quiénes eran ni por qué estaban allí. Era siete de agosto, hacía mucho calor y solo habían pasado un par de horas desde que habíamos aterrizado en Belgrado. Era imposible contarlos, pero en el parque que estaba al lado de la estación de trenes había cientos de personas. Algunos estaban sentados, otros, tumbados; todos, con cara de cansancio. Los belgradenses cruzaban el parque como si no estuviese lleno de familias. Entré al hotel, cogí la wifi y empecé a buscar información en Internet. La mayoría, contaban algunos medios anglosajones y germanos, venían de Siria, pero también procedían de Irak, Afganistán o Bangladesh. Todos huían de la guerra, de esos estados fallidos a los que la paz nunca llega. Leí todo lo que encontré, pero seguía pensando que era imposible que todo eso estuviese ocurriendo de verdad y que apenas se supiera, que hubiese tenido que ir hasta allí para saberlo. Sentí mucha vergüenza por mi ignorancia y una tristeza enorme. ¿Para qué servíamos los periodistas entonces?, recuerdo que me pregunté. Dentro del hotel nadie parecía ser realmente consciente de lo que ocurría a escasos metros. Ni los trabajadores ni los huéspedes. Esa normalidad, la misma que percibía cuando veía a la gente atravesar el parque, me daba escalofríos. Pensé mucho en 2006, el año en que hasta nuestras islas llegaron miles de personas que buscaban lo mismo: vivir. ¿Se imaginan que todas esas personas que habían cruzado el océano se hubiesen quedado en la playa, o en una plaza, antes de proseguir su viaje, y que nadie se indignara? ¿De verdad estaba pasando eso? Tenía ganas de preguntarle a alguien, de ver qué respondía y cómo confirmaba la evidencia del desastre. El camarero del bar de enfrente del hotel nos dijo que eran refugiados, que huían de sus países porque estaban en guerra. Lo dijo con esa mezcla de pena y resignación que convierte la tolerancia en indiferencia. Durante esos días vi a miembros de una Ong entregar comida y agua a las familias.  También cómo algunos se acercaban hasta los hoteles y los recepcionistas les daban lo que podían. No es que no les importaran: habían asumido que lo único que podían hacer era acogerlos de esa forma, en sus calles, mientras esperaban tomar el tren que los llevará a la frontera húngara. 

Llegamos a Bosnia y no podía dejar de pensar en lo mismo. Ya no queda espacio para más refugiados en los centros, por eso están en los parques, me explicó nuestro guía de Sarajevo. No lo dijo enfadado, sino con esa resignación que yo ya había visto. Luego supe que durante la guerra de 1992 él había huido con su madre y se había refugiado durante años en Croacia y España. Y me pregunté si la inestabilidad balcánica tenía algo que ver en esa manera de soportar el dolor de los demás: unos porque lo ejercieron; otros porque lo padecieron. Sigo sin saber si el desasosiego y la inestabilidad recientes explican algo, pero esa sensación de incredulidad, desazón y rabia que sentí al llegar a Belgrado es la misma que me invade cada vez que algún portavoz europeo habla de ridículas cuotas que nadie quiere cumplir o compara este éxodo con las  goteras de una casa. Todos nos estamos acostumbrando a vivir sin sentir el dolor de los demás. O, al menos, hemos rebajado nuestro grado de empatía de una manera alarmante. Los serbios han entendido que no pueden hacer mucho más. No son un país rico. El salario medio es de 420 euros. Quieren entrar en la Unión Europea. No tienen capacidad para  gestionar esta crisis solos. Dejan que esa marea humana haga escala en sus parques antes de partir hacia su siguiente destino. Hungría, sin embargo, se está blindando. Acaba de construir la primera parte de un muro que busca evitar que entren mas refugiados en su territorio. 

En pleno desastre migratorio, hay algunos que insisten en que todo lo que ocurre en Oriente Medio es culpa de Occidente. La historia ha demostrado que a veces es así, pero no siempre es tan fácil articular el mundo y comprender por qué seguimos matándonos. Cuando comenzó la guerra en Siria casi nadie miraba hacia allá. En España, ni la izquierda ni la derecha exigían que se hiciera algo. Aún recuerdo caminar un día por el paseo del Prado en 2011. Un grupo de sirios se había concentrado ante su embajada; pedían que cesara la violencia, que alguien hiciera algo, que la comunidad internacional mediara, que se protegiera a sus familias. Madrileños y visitantes pasaban a su lado y los miraban con curiosidad. No comprendían qué pedían; desconocían qué atrocidades estaba haciendo Al Asad y cómo toda esa especie de guerra civil terminaría aupando a Estado Islámico. Esos días daba la horrible sensación de que no había batalla ideológica sobre este conflicto simplemente porque se estaban matando entre ellos. Ya sabemos que hay una parte de la izquierda que niega todo intervencionismo, como si decir no implicará algún tipo de salvación; sin darse cuenta de que una población entera puede ser masacrada por culpa de creencias inamovibles. Me lo recordó nuestro guía en Sarajevo cuando hablábamos del comportamiento de los cascos azules durante la guerra de Bosnia y el sitio de la ciudad. 

Al regresar a Belgrado para tomar el avión de vuelta no hacia tanto calor. El termómetro había bajado unos diez grados y durante horas no paró de llover. Se oían truenos constantemente. Nos fuimos el 18 de agosto a Madrid y un día después a Tenerife. Ese día El Mundo publicó en portada una imagen de refugiados sirios en la frontera de Macedonia. Esta semana 71 personas murieron asfixiadas en un camión en Austria. Ahora todos sabemos lo que está sucediendo. Y creo que ya es hora de empezar de una vez a repartir menos culpas y asumir más responsabilidades. Se avanza mas. 


   





Comentarios

  1. Fernano Aramburu ahora le pone preposición "a" al objeto directo, haga falta o no. Ya no distingue objeto directo de indirecto. Total pérdida de dignidad en su último balbuceo en el País.
    "Sin apenas tocar A las grandes fortunas y A los depósitos de capital".

    ¿Y qué serán "rumores de estupor"? ¿El estupor puede sonar?

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