Al Gore, Obama y ahora la presidenta de Liberia Johnson-Sirelaf. En los últimos años varias personalidades políticas se han hecho con el Nobel de la Paz. Estas tres elecciones han venido acompañadas de una avalancha de críticas ciudadanas. ¿Deben recibir los políticos el Premio Nobel? ¿Siempre ha sido así? Y, lo más importante, ¿se merecen semejante distintivo?
La difusión del calentamiento global se convirtió en la profesión del ex vicepresidente de Estados Unidos una vez que abandonó la Casa Blanca. El problema del cambio climático fue expuesto ante multitudes de todo el mundo. También en Tenerife, donde Al Gore vaticinó los desastres de un fenómeno que nació prometiendo arrasar con el modo de vida actual y engendrar más pobreza si el ser humano no se movilizaba con rapidez. Con varios powerpoints debajo del brazo recorrió medio planeta advirtiendo del desastre que los científicos de Panel Intergubernamental del Cambio Climático vislumbraban. Estados Unidos, no obstante, no había querido ratificar el Protocolo de Kioto mientras él ocupaba la vicepresidencia.
Premiar a Obama con el Nobel fue considerado un aliciente para el presidente de un país que libraba guerras en el momento de la entrega, pero que abogaba por trazar un nuevo camino de concordia entre Occidente y Oriente. La muerte de Bin Laden, y las posteriores declaraciones del líder norteamericano, reabrieron el debate. ¿Había hecho méritos el primer presidente negro de Estados Unidos para hacerse con el galardón?
Johnson-Sirelaf, en cambio, fue reconocida por ser la primera mujer africana elegida democráticamente después de que concluyera el conflicto armado en Liberia. Esta mujer, que compartió la última edición del premio con las activistas Leymah Gbowee y Tawakkul Karman, también contribuyó a la caída del anterior presidente, Charles Taylor, a quien un tribunal internacional juzga por crímenes contra la humanidad.
En la lista de políticos que también lograron el distintivo está, cómo no, Nelson Mandela. En este caso, pocas personas han estado en contra de que el Nobel recayera en el icono africano que pasó gran parte de su vida en la cárcel en su intento de luchar contra el apartheid. Lo mismo ocurre con Martin Luther King, el defensor de los derechos de los afroamericanos en Estados Unidos que murió asesinado por defender sus ideas.
Pero, ¿qué ocurre cuando ese mismo jurado decide reconocer, por encima de todos los hombres y mujeres que promueven la paz, a Yaser Arafat? ¿Es justo? ¿Es ético? ¿Es efectivo? Ocurrió cuando la paz entre Palestina e Israel parecía estar cerca, en 1994, en el contexto de los Acuerdos de Oslo.
Entonces, por lo visto, parecía una buena idea incentivar al líder de la OPL. La historia ha demostrado el nulo efecto que tuvo esta decisión, pero no ha respondido a las preguntas morales que surgen ante una elección así. ¿El Nobel de la Paz debe ser un estímulo para lograr la paz o un reconocimiento a una vida dedicada a pacificar? ¿Están los políticos más capacitados para erradicar los conflictos? Si es así, ¿tienen ventaja sobre otros promotores de la paz? ¿Hasta qué punto es lícito depostitar esa confianza en un hombre como Arafat, que creyó en la violencia como método para recuperar la tierra perdida? ¿Es la forma occidental de redimirnos por no tomar partido en un desastre que engendramos? ¿Una opción así puede lograr que la estabilidad llegue a Oriente Medio?
Todas esas dudas me asaltan cuando el Premio Nobel, anualmente, acapara las portadas de diarios de todo el mundo. Y entonces es bueno recordar aquel discurso que Arafat pronunció en Naciones Unidas hace ya mucho tiempo y que hoy, con el conflicto sin resolver, sigue vigente. El 13 de noviembre de 1974 Yaser Arafat le dijo al mundo: "Tengo un ramo de olivo en una mano y un fusil de combatiente en la otra; no permitan que se caiga el ramo de olivo". Desde luego, el ramo de olivo se cayó, pero el Nobel llegó veinte años después igualmente. ¿Se imaginan hoy dando el Nobel a Netanyahu o a Mahmud Ahmadineyad como moneda de cambio? ¿Merece la pena o no? ¿Depende de los resultados?
La difusión del calentamiento global se convirtió en la profesión del ex vicepresidente de Estados Unidos una vez que abandonó la Casa Blanca. El problema del cambio climático fue expuesto ante multitudes de todo el mundo. También en Tenerife, donde Al Gore vaticinó los desastres de un fenómeno que nació prometiendo arrasar con el modo de vida actual y engendrar más pobreza si el ser humano no se movilizaba con rapidez. Con varios powerpoints debajo del brazo recorrió medio planeta advirtiendo del desastre que los científicos de Panel Intergubernamental del Cambio Climático vislumbraban. Estados Unidos, no obstante, no había querido ratificar el Protocolo de Kioto mientras él ocupaba la vicepresidencia.
Premiar a Obama con el Nobel fue considerado un aliciente para el presidente de un país que libraba guerras en el momento de la entrega, pero que abogaba por trazar un nuevo camino de concordia entre Occidente y Oriente. La muerte de Bin Laden, y las posteriores declaraciones del líder norteamericano, reabrieron el debate. ¿Había hecho méritos el primer presidente negro de Estados Unidos para hacerse con el galardón?
Johnson-Sirelaf, en cambio, fue reconocida por ser la primera mujer africana elegida democráticamente después de que concluyera el conflicto armado en Liberia. Esta mujer, que compartió la última edición del premio con las activistas Leymah Gbowee y Tawakkul Karman, también contribuyó a la caída del anterior presidente, Charles Taylor, a quien un tribunal internacional juzga por crímenes contra la humanidad.
En la lista de políticos que también lograron el distintivo está, cómo no, Nelson Mandela. En este caso, pocas personas han estado en contra de que el Nobel recayera en el icono africano que pasó gran parte de su vida en la cárcel en su intento de luchar contra el apartheid. Lo mismo ocurre con Martin Luther King, el defensor de los derechos de los afroamericanos en Estados Unidos que murió asesinado por defender sus ideas.
Pero, ¿qué ocurre cuando ese mismo jurado decide reconocer, por encima de todos los hombres y mujeres que promueven la paz, a Yaser Arafat? ¿Es justo? ¿Es ético? ¿Es efectivo? Ocurrió cuando la paz entre Palestina e Israel parecía estar cerca, en 1994, en el contexto de los Acuerdos de Oslo.
Entonces, por lo visto, parecía una buena idea incentivar al líder de la OPL. La historia ha demostrado el nulo efecto que tuvo esta decisión, pero no ha respondido a las preguntas morales que surgen ante una elección así. ¿El Nobel de la Paz debe ser un estímulo para lograr la paz o un reconocimiento a una vida dedicada a pacificar? ¿Están los políticos más capacitados para erradicar los conflictos? Si es así, ¿tienen ventaja sobre otros promotores de la paz? ¿Hasta qué punto es lícito depostitar esa confianza en un hombre como Arafat, que creyó en la violencia como método para recuperar la tierra perdida? ¿Es la forma occidental de redimirnos por no tomar partido en un desastre que engendramos? ¿Una opción así puede lograr que la estabilidad llegue a Oriente Medio?
Todas esas dudas me asaltan cuando el Premio Nobel, anualmente, acapara las portadas de diarios de todo el mundo. Y entonces es bueno recordar aquel discurso que Arafat pronunció en Naciones Unidas hace ya mucho tiempo y que hoy, con el conflicto sin resolver, sigue vigente. El 13 de noviembre de 1974 Yaser Arafat le dijo al mundo: "Tengo un ramo de olivo en una mano y un fusil de combatiente en la otra; no permitan que se caiga el ramo de olivo". Desde luego, el ramo de olivo se cayó, pero el Nobel llegó veinte años después igualmente. ¿Se imaginan hoy dando el Nobel a Netanyahu o a Mahmud Ahmadineyad como moneda de cambio? ¿Merece la pena o no? ¿Depende de los resultados?
independientemente de que estoy de acuerdo con las consideraciones que haces respecto a la dudosa legitimidad moral de la concesion de determinados reconocimientos de amplia repercusión internacional a determinados personajillos de medio pelo(me da igual que sea el presidente de USA o de Martinica), en lo que estoy en desacuerdo contigo es en las valoraciones que haces de Arafat, un tipo que no se escondió ni se quedo sentado en su casa mientras unos extraños les arrebataban LO SUYO, tierras, propiedades e incluso su forma de vida,y todo ello con el beneplácito de unos ¿vencedores? con un sentimiento de culpa tan atroz que sólo les dejaba ver molinos donde en realidad había gigantes. Decía Ortega y Gasset que "yo soy yo y mis circunstancias" y me parece (espero que no te moleste) que tienes una visión demasiado sesgada de un hombre que fue un luchador por la libertad de su pueblo, quiero decir que me parece que no tienes lo suficientemente presente qué circunstancias le hicieron decir y hacer determinadas cosas. Al hombre no le gusta llevar yugos y siempre ha de luchar por deshacerse de ellos y a veces cuando no se ve la rama de olivo, ya sea porque el que la mira está ciego o porque el que la agita se ha dado cuenta de que a esa rama ya se le han caido todas las hojas y ahora sólo es una tísica rama seca, lo más cuerdo(en esas malditas circunstancias) es coger el kalennikov y disparar, aunque sólo sea al cielo, con la sagrada intención de que ningun extraño venga a tu casa a matar a tus hijos y a escupirte despues a la cara. Hay quien se confunde y llama a esto terrorismo siendo la defensa de la dignidad de los tuyos. Yo, en su lugar, jamás hubiero empuñado la rama de olivo. Las circunstancias, que llevan al ojo por ojo, diente por diente. Seguramente es que todos por aquí estamos demasiados occidentalizados y muy muy poco orientalizados, esto es, demasiado alejados del refrescante y esclarecedor de entuertos que es el relativismo, tanto moral como existencial.Un abrazo . Jose.
ResponderEliminarPara mí, entender la historia no es lo mismo que justificarla. No obstante, deberíamos tener en cuenta también toda la vida de Arafat.
ResponderEliminarPuedo entender los secuestros de los piratas somalíes, las actuaciones del Frente Polisario o el chantaje a occidente con los cooperantes. Y ya. Entenderlo, comprenderlo, contextualizarlo. No defenderlo ni premiarlo.
Puedo estar de acuerdo en que puede no ser correcto el premiar a Arafat con el Nobel de la paz. Bien. Pero, y esto es lo verdaderamente importante, determinadas formas de violencia SI están justificadas: que el hombre es un lobo para el hombre ya lo dijo Thomas Hobbes, que está en nuestra naturaleza el atacar o el defendernos, que hay un instinto de supervivencia que determina nuestras acciones, que las circunstancias de cada cual determinan sus acciones... Y todo esto, tan políticamente incorrecto, no deja de ser cierto. Yo sí defiendo la violencia que el oprimido pueblo palestino pueda ejercer contra los israelíes. Saludos.
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