El humanitarismo nació bajo una aureola de solidaridad y un espíritu misionero, al amparo de una organización religiosa, la Cruz Roja, una entidad que se esforzó por patentar la compasión y el amor al prójimo, y así humanizar las guerras. Su objetivo fue prestar ayuda a todas esas víctimas que se veían sacudidas por una contienda que no querían, salvaguardar la dignidad de tantos seres humanos a los que el destino los había traicionado. De camino, ponerle límites a la guerra, acuñar que todo no vale. Ni siquiera cuando el sonido de las bombas es la única música que se puede escuchar y el miedo no deja dormir. Por ello, los primeros trabajadores humanitarios desempeñaron su labor asistencial al lado de los militares, pero no con ellos. Era evidente que sus visiones de la realidad diferían mucho. La neutralidad y la imparcialidad eran entonces la base de un modo de entender el humanitarismo que iría cambiando mientras la historia avanzaba (algunas ongs se niegan hoy a ser neutrales). Los militares, uniformados bajo la bandera de algún país, exportaban violencia e ideología; eran víctimas y victimarios a la vez.
Hoy, los cooperantes viajan hasta países en conflicto con la misma intención: prestar ayuda. Sin embargo, cada vez con más frecuencia caen en manos de secuestradores que chantajean a los gobiernos occidentales. Es el caso de los tres cooperantes que acaban de ser apresados en los campamentos de Tinduf, en territorio de Argelia, por Al Qaeda en el Magreb.
Al mismo tiempo, los militares están presentes en las operaciones de paz y las ongs son financiadas, esencialmente, por gobiernos. ¿Es posible? ¿Los gobiernos pueden hacer política exterior a través de sus cooperantes sin que eso le pase factura? ¿Qué efectos tiene que militares y cooperantes parezcan, a ojos de extraños, las dos caras de una misma moneda?
De un tiempo a esta parte, el término humanitarismo se ha puesto de moda. Se ha convertido en uno de los adjetivos preferidos por los gobiernos a la hora de calificar muchas de las actuaciones que llevan a cabo en materia de política exterior. Las encuestas de opinión pública denotan que la sociedad española no es favorable al aumento de los presupuestos de Defensa ni al envío de soldados españoles al extranjero para misiones de combate. Pero, ¿qué ocurre cuando a esas operaciones militares se les añade la coletilla de “humanitarias”?
Es muy complicado aceptar, sin normas, que las fuerzas armadas participen en el territorio que tradicionalmente ha sido patrimonio de este “humanismo profesionalizado”, como ocurre hoy cuando se produce un desastre natural o una emergencia de otro tipo. No obstante, hay otros problemas a tener en cuenta. Los trabajadores corren el riesgo de que las partes participantes en un conflicto no los consideren neutrales o imparciales, sino que encuentren motivos suficientes para creer que se han alineado en uno de los bandos. Como se puede leer en la edición digital de la Revista Internacional de la Cruz Roja el 30 de septiembre de 2004, “aunque raras veces se cuestiona la imparcialidad en cuanto a principio ético fundamental de la acción humanitaria, en la práctica, en muchas operaciones internacionales de ayuda ese principio no se aplica. La mayoría de las organizaciones humanitarias, los organismos de Naciones Unidas y las ONG dependen, en gran medida, de los fondos proporcionados por gobiernos donantes de Occidente, cuyas prioridades -como es lógico- no se basan sólo en las preocupaciones humanitarias”. El problema se acentúa si tenemos en cuenta que, desde el siglo pasado, varios activistas han llegado a la conclusión de que la acción militar, emprendida idealmente por las Naciones Unidas y por las grandes potencias, es la única respuesta moral a ciertas crisis humanitarias. Hay ocasiones en las que la cooperación no basta. ¿Y entonces qué hacemos?
Palabras, realidades…
El caso reciente de la intervención en Libia de las potencias occidentales, con una resolución de la ONU amparándose en el principio de la responsabilidad de proteger, es una muestra de cómo, en muchas ocasiones, decidir si es mejor intervenir militarmente o no, es muy complicado. Pero también es una muestra de cómo el poder político se apoya en las palabras para moldear la realidad. Hay fronteras que el humanitarismo tradicional no puede traspasar. No tiene medios ni competencias, y, además, no es su misión imponer la paz. Como se subraya en el informe Fuerzas Armadas y Acción Humanitaria, Debates y propuestas del Instituto de Acción Humanitaria, en lugar de dejarnos arrastrar por un supuesto estado de opinión que demanda que nuestros soldados sean enviados como actores humanitarios ante cualquier contingencia tiene que tomarse otro camino que permita ampliar las capacidades civiles para actuar en situaciones críticas, sea dentro o fuera del territorio nacional. “No hacerlo así dificulta más aún que se corrija el rumbo adoptado ya desde hace unos años, y se debilita el aparato civil del estado para dotarse de capacidades propias para actuar tanto dentro del territorio nacional como en auxilio de quienes lo necesiten en cualquier otro lugar“.
Esta mezcla extraña entre fuerzas armadas y humanitarismo ha hecho que cada vez se desdibujen más los límites. Y eso es peligroso. No porque los militares no puedan participar en la ayuda humanitaria. “Las consecuencias son muy graves para el personal humanitario. El hecho de ser percibidas, al menos por algunos sectores, como parte de una operación militar y política dominada por Occidente ha causado a las organizaciones humanitarias graves problemas de seguridad en contextos como Afganistán e Iraq” (Revista Internacional de Cruz Roja).
Es exactamente lo que está ocurriendo en África. Es lo que pasa cuando los ahora piratas somalíes secuestran a los pescadores occidentales. Es una respuesta a la política exterior, a veces acertada y otras desastrosa, de los gobiernos occidentales y de la UE. No es una justificación, es una explicación de la realidad. Cuando los planes directores de cooperación, la política de seguridad y los intereses comerciales se ensamblan, los resultados pueden ser trágicos. El Plan Director de Cooperación de España (2009-2012) presta especial atención a Argelia, un país con el que se han firmado, en el mismo marco temporal, acuerdos de repatriación de inmigrantes, y con el que se tienen relaciones comerciales para la exportación de recursos energéticos.
Ese estado siempre se ha posicionado con los saharauis, a favor de su causa, reconocida por la comunidad internacional a través de diferentes resoluciones de Naciones Unidas que amparan el derecho a la autodeterminación de este pueblo. España contempla ayudas para los refugiados en los campamentos de Tinduf. No obstante, como muestra de este doble rasero propio de Occidente, hay que recordar que cuando se firman los acuerdos de pesca entre la UE y Marruecos, España y la propia UE olvidan que Marruecos negocia con aguas que, en teoría, pertenecen a la colonia, obviando el Derecho Internacional.
Estas incoherencias terminan con el pago de los secuestros. Los terroristas raptan a ciudadanos occidentales para exigir un rescate con el que seguir financiándose y hacer frente a los “ataques” de los países desarrollados. La cuestión no es si hay que pagar o no. ¿Cuántos presidentes de gobierno están dispuestos a permitir la muerte en directo de unos ciudadanos sin abrir la cartera? El verdadero debate va más allá de si hay que acceder al reembolso o no.
¿Un ismo con pasaporte de moda?
Es difícil encontrar a alguien que no quiera alinearse bajo las virtudes del humanitarismo. Pero como con todos los ismos, hay que tener cuidado. El humanitarismo no puede desaparecer. Ni en las relaciones internacionales ni en la vecindad más cercana. Por eso, la sociedad civil debe conocer cómo funciona y analizar si cada vez que escucha esta palabra está bien utilizada. Si no, se corre el riesgo de avalar intervenciones de dudosa legalidad.
Desde que el término “guerra contra el terror” se instaurara tras el fatídico 11-S, este problema conceptual y humano se ha acentuado. Los gobiernos defienden intereses que muchas veces poco o nada tienen que ver con defender la humanidad en sí misma. Son los ciudadanos los que deben recordarle a su gobierno, con vehemencia y frecuencia, las cosas que no quieren que hagan en su nombre. Si no, nos estaremos convirtiendo en cautivos de ideologías que desconocemos. Por mucho que queramos posicionarnos a un lado o a otro de la línea que separa la derecha de la izquierda, el humanitarismo es más que eso. Se trata de defender la dignidad humana, algo a lo que no podemos renunciar jamás. Por eso, no puede transformarse en un ismo fugaz, que deje una estela escueta de inconformismo. Tiene que ser un ismo sin pasaporte de moda. Un ismo en el que sus devotos se pregunten constantemente por ese gusto por el oxímoron. Esa necesidad de utilizar palabras contradictorias sin pestañear: guerra justa. Intervenciones militares humanitarias...
Muy interesante. Desde luego se trata de una visión de las ONGs que, salvo los terroristas, parece que nadie antes había planteado. No va a ser fácil combatir esa nueva percepción de dichas organizaciones.
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