Mi abuela sigue cantando canciones que aprendió en su infancia. Tiene 88 años y no recuerdo cuándo fue la última vez que me llamó por mi nombre; ni siquiera cuándo olvidó que tenía tres hijos y tres nietos o una hermana. No lloró la muere de su marido porque ya no recordaba que existía. Durante todo este tiempo, en cambio, ha sido capaz de tararear viejos estribillos, repetir rezos con los que creció, aferrarse más que nunca a la casa en la que nació e, incluso, citar, con nombre y apellidos, a su primer novio. Es incapaz de fijar la vista en una foto, pero hay historias que se resiste a dejar escapar. En ellas, casi siempre hay música de fondo.
El periodista Rob Sheffield cuenta en su libro «Vives en las cintas que me grabaste» (Blackie Books, 2018) cómo de importante ha sido la música en su vida. Rob conoció a Renée cuando tenía 23 años. El primer día prometió grabarle una cinta, igual que a tantas otras chicas, pero «se enamoraron, escucharon canciones juntos, escribieron crónicas de conciertos a cuatro manos, se quisieron mucho». Ella sufrió una embolia pulmonar una mañana, sin previo aviso, y él se quedó, de pronto, casi con tantos recuerdos como cintas recopilatorias. El libro habla de música, pero también de pérdida.
«He construido toda mi vida alrededor de mi amor por la música, y me he rodeado siempre de ella. Siempre tengo prisa por descubrir mi siguiente canción favorita. Pero nunca dejo de escuchar mis mezclas. Todos los fans lo hacen. Las épocas que has vivido, las personas con quienes las has compartido... Nada como una vieja cinta recopilatoria para revivir todo eso. Esas cintas almacenan mejor mis recuerdos que mi tejido cerebral. Cada cinta de mezclas cuenta una historia. Ponlas todas juntas y te darán la historia de una vida», dice Rob en uno de los primeros capítulos.
Es curioso cómo y por qué llegan las canciones hasta nosotros. A Rob le gusta decir, también, que las canciones te encuentran a ti, no tú a ellas. Pensaba en eso hace unos días, escuchando a Fito Páez en el Auditorio Alfredo Kraus. Soy incapaz de recordar cuándo fue la primera vez que oí una canción suya. Lo intento y me viene a la cabeza una escena, quién sabe si la primera de tantas escuchas posteriores. Recuerdo estar en mi cuarto y escuchar, de fondo, «La casa desaparecida», cuya melodía sale desde el coche que mi padre tiene aparcado en la entrada de casa mientras lo limpia. Quién me iba a decir que muchos años después iba a poder entrevistar al argentino y preguntarle, sin poder esconder mi admiración y mi cursilería, si las canciones nos cambiaban la vida. «Son como la magdalena de Proust, nos recuerdan lo que olvidaste», me dijo él, bajándome a la tierra.
Igual que con Fito, tengo millones de recuerdos asociados a canciones. Hay discos que escuchas un día cualquiera de 2019 y, sin querer, te trasladan muchos años atrás. Lo que pasó, lo que pudo pasar y lo que esperamos que pase siempre lo evoca la música. Es la forma artística más presente en nuestras vidas. Nacemos y morimos con ella. Parece normal que nos resistamos a que nos deje. Todavía hoy Rob dedica noches a reencontrarse con su mujer: «Es una cita. Estamos solos, Renée, las canciones que ella eligió y yo (...). La noche va a ser larga». ¿No hacemos todos algo parecido?
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