Reino Unido y Francia no permitieron el derecho al voto a las mujeres hasta 1928 y 1944, respectivamente. El 19 de noviembre de 1933 se celebraron en España los primeros comicios en los que las mujeres pudieron participar –un privilegio que la dictadura enterró- y hasta 1981 tuvieron que pedir permiso a sus maridos para poder trabajar, cobrar su salario, ejercer el comercio, abrir cuentas corrientes en bancos o sacarse el pasaporte o el carné de conducir.
Quizás para las más jóvenes esa fecha parece muy lejana –es del siglo pasado-, pero para mí, que nací solo dos años después de que todas estas medidas estuvieran vigentes en mi país, también es algo de otra época que nada tiene que ver conmigo.
Lo pienso estos días y lo pensé cuando hace unos meses vi Sufragistas, la película de Sarah Gavron que cuenta la lucha de un grupo de mujeres para que dejáramos de ser excluidas de la vida pública. El movimiento sufragista surgió en Inglaterra poco antes de que estallara la Primera Guerra Mundial y estuvo liderado por decenas de mujeres de clases bajas que se arriesgaron a perder lo poco que tenían: su trabajo, sus hijos.
Nunca he creído que haya tenido menos oportunidades de realizarme profesionalmente por el hecho de ser mujer, pero con el tiempo he ido descubriendo que esas oportunidades tenían, por norma, un coste más elevado para nosotras. Tenemos la suerte de vivir en un país como España, donde sigue existiendo el machismo –la prueba más brutal son las decenas y decenas de mujeres asesinadas a manos de parejas, exparejas o simplemente varones-, pero que no tiene nada que ver con la realidad de miles de mujeres que residen en las monarquías del Golfo ni tampoco con lo que era este país para nuestras madres o abuelas.
Que hayamos recorrido esa distancia no implica que no quede camino por andar. Las mujeres siguen teniendo responsabilidades familiares –impuestas y autoimpuestas- que lastran su vida profesional. Es una realidad que constantemente demuestran los datos: las mujeres cobran menos, piden más excedencias para el cuidado de los hijos o de familiares, tienen más contratos parciales y ocupan menos puestos de responsabilidad.
Yo no me considero una víctima, me siento privilegiada por haber tenido una vida llena de oportunidades gracias a que nací en un determinado país, en una familia de clase media, pero sí puedo recordar, sin esforzarme demasiado, muchas situaciones en las que algún compañero me ha tratado con condescendencia o se ha sorprendido porque me interesen determinados temas; también cuando he tenido que aguantar la gracieta de algún entrevistado o hasta comentarios sobre cómo voy vestida.
También sé que a veces no he sido lo suficientemente constante, tenaz, valiente o lista. Las limitaciones nos las ponen los demás y nos las ponemos nosotras (otra cosa es la proporción). Ocurre en todas las profesiones. También, por supuesto, en el periodismo. ¿Sobre qué escriben generalmente las mujeres? ¿Se les deja opinar tanto como a las hombres? ¿Se les presupone que tienen que hablar de determinados temas? Esta semana se ha publicado el primer estudio sobre la presencia de mujeres columnistas: el 78% de los 1.500 periodistas de opinión identificados son hombres, y el 40% de las piezas firmadas por mujeres tratan sobre sociedad y el 39% sobre estilo de vida. Apenas he tenido jefas en los diez años que llevo trabajando porque ha habido pocas jefas en medios de comunicación y, sin embargo, he conocido a unas cuantas mujeres muy capaces, que pocas veces se dan cuenta de que lo son. ¿También somos menos ambiciosas y menos capaces las mujeres?
No me siento víctima ni pienso que ser mujer explique todo lo que he hecho con mi vida, pero si tengo una hija no quiero solo que disponga de las mismas oportunidades que sus compañeros, quiero que no tenga que renunciar el doble. Porque se lo impongan los demás o porque se lo imponga ella a sí misma.
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