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Contar para sobrevivir


Ella leía sin parar; él no podía dejar de contar historias; los dos bebían más de la cuenta. Mary Karr (Grove, Rexas, 1955) publicó, cuando tenía más de 40 años, las memorias de su infancia. Lo había intentado durante más de 15 años sin éxito: no le fue fácil enfrentarse a aquellos tiempos en los que ella y su hermana convivían con sus padres alcohólicos en una región cuya única riqueza era el petróleo. Cuando lo consiguió y El Club de los Mentirosos vio la luz, allá por 1995, el éxito fue arrollador: el número de lectores e incondicionales no dejó de crecer (El año pasado, las editoriales Periférica y Errate Nature publicaron su traducción en España y se convirtió en uno de los libros de 2017). Aquella chica, ya una mujer, había conseguido transformar los primeros años de su vida en una historia conmovedora -sin un exceso de dramatismo, todo lo contrario- y, al hacerlo, les había dicho a millones de personas que se puede salir relativamente ileso de un drama familiar, incluso del suyo. 

La historia de Karr es inusual. Su padre, que luchó en la Segunda Guerra Mundial, es operario de la industria petrolera y sindicalista activo. Para él, hacer piquetes es tan importante, o más, que cumplir con su trabajo diario. Él y su mujer, la madre de Mary y Lecia, la mayor de las dos hermanas, no dejan pasar un día sin acabar alguna botella. Además, la madre de las niñas sufre problemas mentales que las convierten a ellas dos en las únicas adultas en un mundo de locos. A pesar de la dureza de algunas de las escenas, el libro no deja de arrancarte sonrisas. Igual que las pequeñas siguen adorando a sus padres, el lector pasa con facilidad de la consternación a la carcajada, y también les coge cariño. Karr encontró en el humor una forma de exorcizar sus horrores. 

El éxito de esta epopeya familiar fue tal que cuando el libro se situó entre los más leídos en Estados Unidos, Mary Karr llegó a recibir hasta 400 cartas semanales de personas que querían compartir con ella sus vivencias.  Esas confesiones sobrevenidas hicieron que decidiera llevar consigo paquetes de pañuelos a las presentaciones durante las giras de promoción. Al terminar, siempre había alguien que quería sincerarse con Karr. El grado de empatía sobrepasó los límites. Muchos psiquiatras le escribieron contándole que habían recomendado El Club de los Mentirosos a sus pacientes porque lo consideraban útil en terapias para abusos sexuales en niños, alcoholismo y traumas infantiles. 

El libro, sin embargo, es mucho más que un relato salpicado de tragedias. Sus memorias, brillantemente escritas (y traducidas), esconden una sabiduría familiar que ya adelanta ella misma en el prólogo del libro: «Esas historias (...) confirmarían la única dosis de sabiduría irrefutable sobre la familia que me ha proporcionado la odisea de El Club de los Mentirosos, y que ahora se repite hasta la saciedad: cualquier familia compuesta por más de un miembro es una familia disfuncional. En otras palabras: en el barco donde tan sola puedo sentirme, en realidad, vamos todos». 

El año pasado, en una entrevista en el suplemento Babelia, de El País, Karr dijo: «La vida es un chiste malo. Comparto la versión budista según la cual la vida es un sufrimiento, solo que hay modos de salvarse de él; el más importante para mí es el humor. Es algo que aprendí de mi padre». 

A mí, conocer a Karr me ha recordado todo eso - los mundos que esconden las familias, la fortaleza de los sentimientos, la necesidad de parodiar la vida, empezando por nuestra propia existencia- y que hay cosas, miradas, que solo una hermana entiende. 

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