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Literatura fronteriza





Conocí a Chimananda Ngozi Adichie por casualidad. Americanah fue un regalo de cumpleaños que se pasó unos cuantos meses en la estantería del salón hasta que llegaron las vacaciones y lo metí en la maleta. Hace tres veranos decidí llevármelo conmigo a un viaje por Serbia, Bosnia y Montenegro.  Empecé y no podía dejarlo. Cada vez que parábamos en una carretera perdida para asegurarnos de que estábamos en la dirección correcta, abría el libro para leer alguna página más. Prácticamente lo llevaba en el regazo. Llegué a Tenerife y encargué su novela anterior, “Medio Sol Amarillo”. La adicción se repitió. Lo mismo ocurrió después con los cuentos de “Algo alrededor de tu cuello”. Esperé con ansiedad a que se reeditara “La Flor Púrpura” –su primera novela, que entonces estaba descatalogada-. A sus libros y charlas sobre feminismo llegué más tarde. Hoy aguardo, con la misma expectación, que anuncie nueva publicación y repaso continuamente san Google en busca de relatos, artículos o entrevistas en publicaciones extranjeras. 

Si tuviera que elegir un tema recurrente en los libros de Chimamanda no sería el feminismo, y no por qué no haga el alegato más sincero sobre las injusticias que subyacen tras la desigualdad de género. A mí, sus textos me han contado cómo el ser humano puede sentirse un extranjero fuera y dentro del país en el que nació. Ese sentimiento lo explora siendo mujer y africana, y esa doble condición me ha dado una visión más amplia sobre la identidad femenina en distintos contextos y continentes, pero, también, una perspectiva más completa sobre un continente complejo y desconocido.  Indaga en ello en “Americanah”, una novela donde cuenta la historia de una joven nigeriana que emigra a Estados Unidos y que por primera vez se siente –y se piensa- como una ciudadana negra;  en “Medio Sol Amarillo”, la historia de cómo la guerra de Biafra destrozó toda una generación; y en “La Flor Púrpura”, un relato de iniciación en el que reflexiona sobre la intolerancia religiosa.

El fin de semana pasado El PAÍS SEMANAL le dedicó la portada a la autora africana. Dentro, además de una entrevista, había un listado de razones para querer a Chimamanda firmado por Elvira Lindo.  La escritora madrileña destacaba cómo la nigeriana había intentado en todo momento luchar contra la historia única. Todos los estereotipos esconden algo de verdad, pero solo con ellos no se puede entender el mundo, viene a decirnos. 

Chimamanda sabe de lo que habla. Se crio en una familia acomodada. Sus padres trabajaban en la universidad y no tuvo una infancia difícil. Nada más llegar a Estados Unidos, con 19 años, tuvo que explicar a su compañera de habitación por qué hablaba tan bien inglés –lengua oficial en Nigeria- y cómo era posible que pudiera recitar de memoria las canciones de Mariah Carey.  Los protagonistas de las primeras historias que escribió Chimamanda, cuando todavía era una adolescente, tenían la piel blanca y los ojos claros. Eran reproducciones de los libros que ella había leído hasta el momento. En una ocasión, en la Universidad, un profesor la animó a escribir una “verdadera historia africana”. Los personajes de Chimamanda se parecían demasiado a él -un hombre educado, de clase media- y eso no tenía nada que ver con el África que él creía conocer. 

A través de los libros de Chimamanda he descubierto que me puedo sentir extranjera cuando estoy a miles de kilómetros de mi hogar, pero también dentro de mi país y hasta dentro de mi propia familia. Chimamanda hace literatura fronteriza porque aborda la distancia que nos separa de nuestros semejantes. Le ocurrió en Estados Unidos, cuando se percató de la diferencia entre ser negra africana o negra americana, en la guerra de Biafra, cuando el conflicto civil alteró fronteras y destruyó familias, y durante su infancia, cuando descubrió el poder excluyente que podía tener la religión, especialmente para las mujeres. 

Leerla me ha servido para ver el mundo a través de los ojos de una mujer africana y emigrante, para entregarme a la lectura como no lo hacía, creo, desde la adolescencia, cuando solo existía la ficción, pero, sobre todo, para entenderme más a mí misma.





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