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La última cocacola

De repente, vas a un concierto tan vibrante como multicolor, pasas la hoja de un libro tremendamente adictivo, observas el punto y final con la angustia que provocan las despedidas grisáceas, degustas el dulce de leche de un alfajor bajo un cielo nuevo, te pierdes por calles que no terminan de resultarte desconocidas, compartes miradas añejas y saboreas un nuevo comienzo con la incertidumbre de otros tiempos.

El mundo sigue pasando. No da treguas. Las redacciones siguen dando cuenta de la degradación de los bolsillos, de las miserias que se atisban en el horizonte, de la zozobra de esta comodidad, de cómo se han dejado de pagar las cuotas de la patente del estado del bienestar. El paisaje ha cambiado pero los kioskos son la evidencia de esta globalización: nadie escapa a una información que viaja a la velocidad de la luz. Todo eso lo pensaste la víspera de aquella huelga general mientras las hemerotecas te recordaban, o te enseñaban, que la convocatoria de paro era un hito en la historia de la democracia. Viviste campañas contra los ya desprestigiados sindicatos, tu solidaridad libró batallas con tu sentido de la responsabilidad, sufriste sin saber cuál era la reacción correcta. Padeciste no poder hacer demasiado. Como casi siempre. La mayor parte del tiempo la desazón no te abandona. Pero, en un instante, algo parece que cambia. Súbitamente estás, sin querer, ante "uno de esos momentos que te hacen sentir agradecido por la música que conoces, por la música que todavía no has oído, por los libros que has leído y por los que vas a leer, quizá incluso por la vida que vives. Y aunque es demasiado esperar tener una epifanía de este tipo regularmente, parece una cosa por la que merece la pena pelear". Te lo acaba de decir Nick Hornby en sus '31 canciones', un enjambre de temas musicales que volcó al papel hace unos cuantos años ya, pero que has leído ahora. No importa. Ahora te sirve. Y mucho.

Te percatas de que esa sensación fugaz ya te ha visitado en algún momento de tu vida. De hecho, acaba de volver hacerlo. Te invadió levemente cuando ayer leíste que el eterno candidato al Premio Nobel de Literatura se hacía con el galardón y rememorabas los días de facultad en que sacabas de la biblioteca La Tía Julia y el Escribidor, y el libro te acompañaba siempre en el bolso. Cualquier esquina era buena para zambullirte en la obra autobiográfica del peruano. O los tres días de aquel verano en el que no pudiste separarte de Las Travesuras de la Niña Mala. Y más recuerdos. Y más libros de Mario Vargas Llosa. Vienen todos. Y sientes una satisfacción complicada, provocada por la devoción, germen de una seducción placentera.

Lo mejor de esas borracheras de admiración es que provocan un efecto hipnótico en los embriagados. Ya lo decía Charles Baudelaire: "Hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: ésta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del tiempo que nos rompe las espaldas y nos hace inclinar hacia la Tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca.

Pero embriáguense". En tiempos de crisis, en días en que ninguna boca se queda sin pronunciar las sílabas del atenazador vocablo, la cultura, la que queramos, la que nos llene, es ya algo así como la última cocacola en medio del desierto. Tenemos que agarrarla como sea. De vez en cuando tiene que atravesarnos la esperanza. Y la cultura todavía lo consigue.

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