Dicen que apenas tenemos memoria histórica, que no somos capaces de recordar lo que ocurrió hace apenas unas décadas, que el mundo corre tan veloz que hay que redactar leyes que salvaguarden nuestras vivencias colectivas y aminoren el ritmo de destrucción de recuerdos. Lo que ayer era nuevo hoy es viejo.
Es verdad. El mundo parece girar cada vez más deprisa y con tanta información, con tantos detalles, nuestra memoria se parece cada vez más a la de un pez. Es una cuestión de economía: los viejos recuerdos tienen que hacer sitio a los nuevos. Todo parece menos duradero, menos férreo. Todo menos los valores y los derechos que hemos conseguido. Estos no solo parecen inamovibles, sino también que siempre han estado aquí.
Es difícil aceptar que seamos incapaces de imaginar cómo era la vida hace 45 o 50 años, pero más aún que no nos demos cuenta de cómo es hoy la vida en la mayor parte del mundo. Somos una rareza, a pesar de todas las grietas que nuestro sistema tiene.
En estos tiempos, cuando Estado Islámico intenta destruir la esencia de Europa y los sentimientos xenófobos entran en algunos de nuestros parlamentos, tenemos que recordar el camino andado, pero también observar lo que ya está sucediendo. Según el informe de Freedom in the World 2016, en 2015 se cumple una década de descenso de la libertad global. El total de países que viven en completa libertad se ha reducido por primera vez en 2015 y la población en países sin libertad casi iguala a la que vive en países libres. Esta advertencia no es nueva: desde periodistas hasta organizaciones sin ánimo de lucro llevan años denunciando este retroceso.
Necesitamos memoria histórica, pero también una buena dosis de presente.
PD. La libertad en el mundo: una década de caída.
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