Me he pasado once años viviendo en la misma casa, pero siento que en este tiempo me he mudado un par de veces. Cuando mis padres se separaron, la casa de mi infancia empezó un proceso de descomposición que concluyó, años después, con su desaparición. Al principio solo dejó de ser un lugar feliz al que ir a comer los domingos, pero con el paso del tiempo -y con su venta- se convirtió también en un lugar al que no volvería jamás y que ya no cobijaría los libros que había acumulado desde que empecé a leer y hasta que me fui a la universidad.
En esa casa tuve insomnio por primera vez y descubrí lo difícil que es leer si tu mente está enferma. Cuando tenía 15 años, dos compañeros de mi instituto se suicidaron tirándose por un barranco. Esa noche de mayo la pasé en el balcón de mi cuarto, tiritando de frío, incapaz de pegar ojo y también de leer, hasta que empezó a amanecer y me preparé para volver a clase.
En esa casa murió mi cocker spaniel, el primer ser vivo del que me responsabilicé y sobre el que leí libros. Me lo regalaron cuando tenía 14 años. Mi padre se encargó de enterrarlo cuando fue envenenado y de cuidar durante años a su compañera Nesca, una perra a la que nunca saqué a pasear.
El altillo de mi armario y el de mi hermana estaban repletos de libros de cuando éramos pequeñas. Había olvidado que estaban escondidos allí hasta que mi madre empezó la mudanza y tuve que ir a decidir con qué quería quedarme. Entendí que preservar los recuerdos de la infancia pasaba a ser una responsabilidad individual, que la nostalgia familiar ya no era un territorio en el que viviéramos nosotros cuatro y que esos recuerdos tendrían que repartirse entre casas nuevas, todavía ajenas. Puck y los contrabandistas, Los cinco, Flanagan, Los Hollister, la interminable colección de El Barco de Vapor, novelas de Julio Verne; todo estaba allí… y en mi cabeza. Leía los títulos y viajaba por el tiempo y las personas.
Si la nostalgia pone trabas al progreso, creo que estos años me he curado un poco de mi tendencia a mirar hacia el pasado con más melancolía de la conveniente. Quizás las mudanzas de los demás me han ayudado a ser más pragmática: tiro a la basura con mucha agilidad y he aprendido que los recuerdos traspasan las fronteras de los espacios en los que fueron concebidos.
Dice Vivian Gornick en Cuentas pendientes (Sexto Piso, 2021) que los libros la han acompañado desde que tiene memoria, pero que, por encima de ello, “lo que procura la lectura es un alivio puro y duro del caos mental”. “A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia”, escribe.
Ahora soy yo quien se muda. Esta vez he sido yo la que se ha desplazado, con sus libros, su ropa y sus muebles. Pero ha sido una mudanza más sencilla. Empaquetar, tirar lo que no sirve y donar algún libro es complicado, pero la mudanza más importante -saber que no regresarás al sitio en que creciste- ya está hecha. Afortunadamente, sé que sí puedo volver a mi infancia y a mi adolescencia; conservo muchos de mis libros.
Cuenta también Gornick que durante su infancia leyó muchas novelas y que cuando llegó a la Universidad descubrió que todos esos años había estado leyendo literatura: “Yo diría que fue entonces cuando empecé a releer, porque en lo sucesivo regresaría una y otra vez a esos libros que se habían convertido en íntimos compañeros para mí, y no solo por el placer arrebatador de la historia en sí, sino también para comprender aquello por lo que estaba pasando en cada momento y cómo pensaba tomármelo”.
Estoy preparada para las mudanzas que vengan, porque, por muy duro que sea embalar, tirar, mover, colocar, sé que hay compañeros que vendrán conmigo -a algunos todavía no los conozco- y me ayudarán a construir mi siguiente hogar.
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