Las redes sociales son el lugar perfecto para comprobarlo: vivimos en la era del envoltorio. O lo que es lo mismo, en un mundo donde el continente le ganó la partida al contenido. Sucedió sin que nos diéramos cuenta. El marketing ya se había apoderado del lenguaje mucho antes de que las nuevas tecnologías transformaran nuestros hábitos, pero nunca antes había ocurrido lo que está pasando ahora. Internet nos ha demostrado que sin una marca personal no eres nadie, no existes. Pero, ¿cómo se crea esa imagen? ¿Qué similitudes tiene el narcicismo digital con el nacionalismo de hoy?
Escribía hace unos días Antonio Muñoz Molina que el nacionalismo actual es kitsch y que “el kitsch es el imperio de los aspavientos incontrolados de la emoción y la sensibilidad, de la desproporción entre la sustancia y el envoltorio, del subrayado inexistente, del golpe de efecto seguro por encima de la sugerencia”.
Su definición del sentimiento independentista me recordó inevitablemente el comportamiento de muchos alter egos en Twitter o Facebook, que se pasan la vida demostrando lo asombrados que están de su propia elocuencia y sensibilidad. Algunos simplemente se han enamorado de sí mismos y necesitan mostrarse ante el mundo, buscar admiradores por doquier con los que garantizar una autoestima sin fisuras. Otros, simplemente, han entendido cómo funcionan las cosas hoy, que ya no vale con trabajar, tener inquietudes, divertirse o formarse. Saben que una de las fórmulas para triunfar pasa por comunicar, porque lo que no se publica en alguna red no ha sucedido.
En esta vertiente virtual del histrionismo es donde nos ha tocado vivir. La tecnología ha puesto a nuestro alcance un altavoz desde el que mostrarnos al mundo. Es una oportunidad fabulosa para compartir con otras personas sueños y batallas. El reto, ahora, es que sepamos separar, entre tanta propaganda, lo que de verdad merece la pena. No dejemos que el envoltorio sea más importante que el caramelo. No podemos permitirnos dejar de buscar, de indagar, de perseguir la excelencia. No debemos conformarnos con las apariencias. Cuando el sabio señala la luna con el dedo, el imbécil se queda mirando el dedo. ¿Seremos capaces de no hacer lo mismo?
Escribía hace unos días Antonio Muñoz Molina que el nacionalismo actual es kitsch y que “el kitsch es el imperio de los aspavientos incontrolados de la emoción y la sensibilidad, de la desproporción entre la sustancia y el envoltorio, del subrayado inexistente, del golpe de efecto seguro por encima de la sugerencia”.
Su definición del sentimiento independentista me recordó inevitablemente el comportamiento de muchos alter egos en Twitter o Facebook, que se pasan la vida demostrando lo asombrados que están de su propia elocuencia y sensibilidad. Algunos simplemente se han enamorado de sí mismos y necesitan mostrarse ante el mundo, buscar admiradores por doquier con los que garantizar una autoestima sin fisuras. Otros, simplemente, han entendido cómo funcionan las cosas hoy, que ya no vale con trabajar, tener inquietudes, divertirse o formarse. Saben que una de las fórmulas para triunfar pasa por comunicar, porque lo que no se publica en alguna red no ha sucedido.
En esta vertiente virtual del histrionismo es donde nos ha tocado vivir. La tecnología ha puesto a nuestro alcance un altavoz desde el que mostrarnos al mundo. Es una oportunidad fabulosa para compartir con otras personas sueños y batallas. El reto, ahora, es que sepamos separar, entre tanta propaganda, lo que de verdad merece la pena. No dejemos que el envoltorio sea más importante que el caramelo. No podemos permitirnos dejar de buscar, de indagar, de perseguir la excelencia. No debemos conformarnos con las apariencias. Cuando el sabio señala la luna con el dedo, el imbécil se queda mirando el dedo. ¿Seremos capaces de no hacer lo mismo?
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