Cuando Libia se convirtió en un caos, la comunidad internacional exigió una respuesta y Naciones Unidas acabó invocando el principio de la responsabilidad de proteger. Fue un hecho histórico. Hasta entonces la promesa de que Ruanda, Sbrenica o Camboya no se repetirían era solo teoría; nunca se había llevado a la práctica. Se pudo hacer porque ninguno de los cinco miembros del Consejo de Seguridad -Reino Unido, Francia, Estados Unidos, Rusia y China- utilizó su derecho a veto. En el conflicto sirio no ha ocurrido lo mismo. Los cinco ni siquiera se han sentado en la misma mesa: saben que no habrá acuerdo, que sus intereses particulares no permitirán que haya consenso y que la guerra siria seguirá su curso sin una acción coordinada.
Cada vez que Naciones Unidas tiene que tomar una decisión de este tipo se repiten las mismas cuestiones: ¿hasta qué punto es legítimo que un solo país pueda imponer su voluntad al resto? ¿Cuándo se reformará la estructura del organismo encargado de velar por la paz mundial?
Todos los sistemas que cuentan con derecho a veto son son una anomalía dentro de las democracias. Nos damos cuenta cuando vemos cómo funciona Naciones Unidas o la Organización Mundial del Comercio (OMC). Buscar el consenso absoluto tiene el riesgo de ignorar el pensamiento de la mayoría.
En estos tiempos en los que se habla tanto de que las democracias están en crisis porque los gobiernos nacionales no tienen autonomía frente a los mercados, deberíamos pensar en otro derecho al veto más cotidiano. La crisis no sólo está dando pie a más injusticias, sino que nos está haciendo más injustos. Cada vez queremos ceder menos y nos esforzamos más en anteponer nuestros deseos a los del resto. La explicación es muy simple: no confiamos en que exista un proyecto común. Estamos seguros de que nadie nos tenderá la mano cuando caigamos. Es exactamente lo mismo que llevó a las naciones vencedoras de la Segunda Guerra Mundial a mantener su exclusivo club tantos años después: la desconfianza y la certeza de que sólo ellos velarían por su propia seguridad. Ahora, sus intereses condicionan la política internacional y la vida de millones de personas; y nuestro individualismo boicotea nuestro propio modelo de convivencia. No podemos pedir democracia si nos la seguimos cargando en las distancias cortas.
Cada vez que Naciones Unidas tiene que tomar una decisión de este tipo se repiten las mismas cuestiones: ¿hasta qué punto es legítimo que un solo país pueda imponer su voluntad al resto? ¿Cuándo se reformará la estructura del organismo encargado de velar por la paz mundial?
Todos los sistemas que cuentan con derecho a veto son son una anomalía dentro de las democracias. Nos damos cuenta cuando vemos cómo funciona Naciones Unidas o la Organización Mundial del Comercio (OMC). Buscar el consenso absoluto tiene el riesgo de ignorar el pensamiento de la mayoría.
En estos tiempos en los que se habla tanto de que las democracias están en crisis porque los gobiernos nacionales no tienen autonomía frente a los mercados, deberíamos pensar en otro derecho al veto más cotidiano. La crisis no sólo está dando pie a más injusticias, sino que nos está haciendo más injustos. Cada vez queremos ceder menos y nos esforzamos más en anteponer nuestros deseos a los del resto. La explicación es muy simple: no confiamos en que exista un proyecto común. Estamos seguros de que nadie nos tenderá la mano cuando caigamos. Es exactamente lo mismo que llevó a las naciones vencedoras de la Segunda Guerra Mundial a mantener su exclusivo club tantos años después: la desconfianza y la certeza de que sólo ellos velarían por su propia seguridad. Ahora, sus intereses condicionan la política internacional y la vida de millones de personas; y nuestro individualismo boicotea nuestro propio modelo de convivencia. No podemos pedir democracia si nos la seguimos cargando en las distancias cortas.
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