Pagar o no pagar. Desde que Internet cambió nuestra forma de consumir el cine y la música, el reto ha sido el mismo: lograr que las descargas ilegales no se conviertan en la única fórmula para democratizar la cultura. El debate, sin embargo, se ha estancado, y la llegada de la crisis ha hecho que las oportunidades de reavivarlo se esfumen. La crisis ha puesto el candado a cientos de salas de cine, ha recortado el número de conciertos -especialmente en las ciudades pequeñas- y ha convertido el teatro en una actividad casi testimonial. Los empresarios son incapaces de hacer frente al IVA, el público fiel no puede permitirse los pequeños lujos de otros tiempos y la gran mayoría entiende que la propiedad intelectual es el nuevo campo experimental del comunismo. A fin de cuentas, si se puede ir al cine sin levantarse del sofá y a coste cero, ¿para qué ir? ¿Dónde está el incentivo?
Escribía Emilio Lledó días atrás que la música no solo amplía y enriquece nuestra capacidad de sentir, sino que nos permite entender mejor, pensar mejor, ser mejores. El argumento es igualmente válido para explicar por qué es importante el teatro o el cine; responde, en definitiva, a la pregunta de por qué la cultura nos humaniza. Lo que no consigue, ni conseguirá, es convencer a los indiferentes de que la cultura es patrimonio de la humanidad, pero que esa distinción no implica que tenga que ser gratis.
Hace unos días, en un reportaje publicado en Rockdelux sobre las ventajas y las desventajas de Spotify, un músico contaba la tristeza que sentía cada vez que escuchaba a alguien decir que en los últimos diez años no había comprado un disco.
No hay una sola explicación para esta tendencia. Los precios tienen su cuota de responsabilidad: incentivan la piratería. También influyen el comportamiento cortoplacista de las discográficas y la subida del IVA cultural o, lo que es casi lo mismo, tener un ministro de Hacienda que, en un exceso de simplicidad y prepotencia, achaca el descenso de taquilla del cine español a su mala calidad. Todo eso es cierto, pero hay una parte de responsabilidad que no estamos teniendo en cuenta. Hay gente que no puede pagar, pero hay mucha más que simplemente no quiere pagar. En ese grupo se encuentran, sin ir más lejos, los políticos y los periodistas, que intentan conseguir invitaciones de manera indiscriminada. Ahí está el gran problema de la cultura (que afecta al periodismo y a casi todo): si los que pueden pagar no pagan, la cultura jamás será democrática. De hecho, mucha dejará de existir.
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