Dice la neurociencia que la música mejora el desarrollo cerebral de los bebés, pero ninguno de nosotros recuerda las canciones que le cantaba su madre cuando tenía nueve meses. De hecho, es probable que ni siquiera seamos capaces de fijar en nuestra memoria el momento exacto en el que escuchamos por primera vez melodías que lograron sobrevivir a las modas y que nos han acompañado siempre. Hace unos días me desperté con la muerte de Pablo Milanés y me di cuenta de que, aunque no puedo asociar muchas de sus letras a momentos concretos de mi vida, esa incapacidad para agarrarme a un recuerdo y adherirlo a una canción, a un disco, lo situaba en un lugar privilegiado. Pablo se había convertido en parte de mí, porque no me había abandonado desde aquella vez en que alguno de sus temas invadió el pequeño piso de barriada en el que viví parte de mi infancia.
Es difícil describir el dolor que sentimos cuando despedimos a alguien a quien admiramos, alguien que nos ha dado cobijo cuando hemos sentido frío, con quien nos hemos reído y con quien hemos llorado, pero con quien, sin embargo, nunca hemos cruzado una palabra.
Ese vacío solo lo puedes compartir con quien siente la misma desazón que tú, la misma extrañeza, la misma tristeza. Porque, ¿cómo defender ese dolor frente a otros dolores más viscerales, más cotidianos, más cercanos? El día que Pablo murió recibí varios mensajes en mi móvil. Algunos eran de familiares, otros de amigos de siempre, otros de compañeros con los que hacía tiempo que no cruzaba dos frases. Cuando terminó el día pensé en ese hilo invisible que cose la música. Por mucho tiempo que pase, ese cordón permanece inalterable. Quienes compartimos determinadas pasiones acabamos habitando un territorio común, nos reconocemos en él, y cuando llega el momento del duelo, nos buscamos.
Hace muchos años leí 31 canciones, de Nick Hornby (Anagrama, 2004), un ensayo que se puede recorrer como una autobiografía musical, pero que para mí es, sobre todo, una defensa de la música y de la forma en que se infiltra en nuestras vidas. Estos días he vuelto a él. Hornby cuenta que “si te gusta una canción, te gusta lo suficiente como para que te acompañe a lo largo de diversas etapas de tu vida, así que el uso va borrando todos los recuerdos demasiados específicos”. Por eso, a él, Thunder Road, de Bruce Springsteen, solo le recuerda a Thunder Road y a su vida desde que tenía dieciocho años, “es decir, a poca cosa y a demasiado”. “Thunder Road sabe cómo me siento y quién soy, y eso, en definitiva, es uno de los consuelos del arte”.
Hornby piensa, además, que ligar recuerdos concretos a tus discos preferidos no es un buen síntoma. “Lo único que se puede deducir de la gente que dice que el disco favorito de toda su vida les recuerda su luna de miel en Córcega, o al chihuahua de la familia, es que en realidad no les gusta demasiado la música. Y yo quería escribir sobre lo que hay en cada una de esas canciones y que me ha hecho amarlas, no lo que yo haya puesto en las canciones”.
Por supuesto, hay canciones que te trasladan a determinadas personas o días, aunque no se queden únicamente en esas personas y en esos días. Rob Sheffield cuenta en Vives en las cintas que me grabaste(Blackie Books, 2018) cómo todas esas grabaciones que él y su mujer fueron confeccionando durante años lo reconfortan, ahora que ella ya no está. Algunas las ha escuchado mil veces, otras no; todas le recuerdan a ella. “Debería haberme acostado hace horas, pero me he puesto a revolver en unas cajas viejas, buscando unos papeles, y he encontrado esta cinta con su letra rizada en la etiqueta. No me la puso nunca. Tampoco escribió la lista de canciones, o sea, que no sé qué me espera. Pero intuyo que la noche va a ser larga (…). Es una cita. Estamos solos, Renée, las canciones que ella eligió y yo”.
Compartir música siempre me ha parecido un acto personal. Siento más intimidad con alguien cuando le regalo una canción que significa mucho para mí que cuando le presto un libro. Al hacerlo tengo la impresión de que le estoy ofreciendo un trocito de quien soy, de que me estoy mostrando sin filtros. Especialmente cuando le entrego a alguien esa música que no me recuerda a nada porque me recuerda a todo.
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