Ir al contenido principal

Cuánto vale la belleza




En 2014, el Tribunal de Cuentas italiano llevó a juicio a la agencia de calificación Standard & Poor´s por haber calculado erróneamente la confianza crediticia del país. En esa estimación no se había tenido en cuenta su patrimonio cultural, a pesar de su capacidad para atraer cada año a millones de turistas. La Divina Comedia, La Dolce Vita o el Coliseo debían valorarse cuando se medía la solvencia del país y, según los miembros de este tribunal, el valor de ese compendio de creaciones artísticas ascendía a 234 millones.

Esta denuncia fue tomada por los representantes de la agencia como algo poco serio. Lo cuenta Salvatore Settis en Si Venecia muere (Turner Noema, 2020), un libro en el que estudia la decadencia que ha sufrido la ciudad de las lagunas. En el texto recuerda que, aunque Venecia solo hay una, hemos intentado que haya muchas. Se han construido reproducciones en Las Vegas, Dubai o Macao. 


Cuando en marzo de 2020 la pandemia de coronavirus nos encerró en nuestras casas, surgieron numerosas opciones de consumo cultural. A solo un clic disponíamos de un catálogo interminable de museos y de conciertos en directo. Pero, a pesar de lo excepcional del momento, no era la primera vez que habíamos simulado la experiencia de estar en un lugar en el que no estábamos. El ser humano no solo ha replicado venecias a miles de kilómetros de la auténtica; también ha propuesto reproducir una Venecia artificial junto a la Venecia verdadera, en la isla Sacca San Biagio. No sabemos qué pensarían los venecianos que aún resisten al asedio turístico que padece la ciudad, pero Settis se pregunta si esta falsificación podría valer más que la original porque acabaría siendo más publicitada. Yo añado: ¿importaría?


La tendencia a convertir nuestras ciudades en parques temáticos -sea llenando sus cascos históricos de los mismos souvenirs, sea recreando las urbes como piezas de museo- está aboliendo el derecho a perdernos. El viaje se está convirtiendo en una experiencia en la que, muchas veces, el destino es lo de menos.


La estadounidense Rebecca Solnit publicó hace unos años Una guía sobre el arte de perderse (Capitán Swing, 2020). En sus páginas cuenta que una alumna de un taller le leyó una cita atribuida al filósofo presocrático Menón. Desde entonces la ha tenido siempre presente. Decía así: “¿Cómo emprenderás la búsqueda de aquello cuya naturaleza desconoces por completo?”. Ella ampliaba la cuestión: “¿Cómo emprender la búsqueda de cosas que tienen que ver con desplazar las fronteras del propio ser hacia territorios desconocidos, con convertirse en otra persona?”.


El objetivo de cualquier guía es sintetizar lo más relevante de un lugar, pero también evitar los imprevistos. El ensayo de Solnit no tiene nada que ver con lo que fueron, en su momento, las guías de John Murray. Orlando Figes explica en Los Europeos (Taurus, 2020) que, en el siglo XIX, “al dirigir a los turistas hacia unas rutas convencionales, las guías de Murray hicieron más que ninguna otra cosa por la estandarización de la experiencia de los viajes al extranjero”.


Pisé Roma por primera vez en octubre de 2005, cuando tenía 22 años. Ya oscurecía y la lluvia dificultaba el camino y la vista. Me conmovió la inmensidad repentina de la fontana de Trevi, como si nunca la hubiera imaginado. Llevaba conmigo la Guía secreta de Roma, de Luis Pancorbo (Al-Borak, 1975), que me había regalado mi abuelo, pero que aún no había leído. Estuve en Venecia en 2006. Recuerdo el frío, la aglomeración en el vaporetto, la muchedumbre, el cielo gris, los puestos de máscaras. Pero, sobre todo, en ambos casos, todavía puedo evocar esa sensación de que todo es posible que solo proporciona la contemplación de la belleza. Y sigo sin entender cómo se le pone precio.



Publicado en el suplemento ABRIL de El Periódico de España








Comentarios

Entradas populares de este blog

Mezquino azar

En las estanterías de cualquier bazar, situado en una céntrica calle de una capital europea, se amontonan las baratijas más variadas. Todas ellas, señuelos de la identidad de los países, sustentan la pequeña economía impulsada por los turistas desmemoriados. Una flamenca, un toro y una tortilla. Una Torre Eiffel, un Arco del Triunfo o el Moulin Rouge. El Coliseo, Vittorio Emanuele o Piazza Navona. La ingeniería de la miniatura es capaz de albergar cualquier símbolo con esencia patriótica. Si uno busca más allá de esos muestrarios que creen constreñir la esencia cosmopolita, se pueden hallar, también, creaciones más localistas. Una cutre Sagrada Familia o un Miró a pequeña escala pueden terminar en el salón de casa. Todas, amontonadas en cualquier esquina, están buscando con afán atraer la mirada del espectador, engatusarlo. Justo lo que intenta hoy hacer el nacionalismo. Lo que nadie se imagina es al vendedor, herramienta indispensable de este mercado, obligando a pagar por un trozo de...

Por qué García Márquez odiaba las entrevistas

A Gabo no le gustaban las entrevistas. Hace años contó por qué. Se dio cuenta de que las entrevistas habían pasado a ser parte absoluta de la ficción, y que en ese camino, además de perder originalidad, se había permitido que aflorara la más burda manipulación. No sé exactamente la fecha, pero sí que han pasado ya más de 30 años desde que el Nobel de Literatura argumentara sus consideraciones acerca de este género informativo. Sus pensamientos sobre este asunto y de otros han quedado recogidos en un maravilloso libro, Notas de prensa. Obra periodística (1961-1984). Detro de él hay dos textos en los que el colombiano reconoce su aversión a las entrevistas. Se titulan ¿Una entrevista? No, gracias y Está bien, hablemos de literatura . En el primero de ellos insiste en la necesidad de la complicidad, algo que hoy aterra a los periodistas de raza. “El género de la entrevista abandonó hace mucho tiempo los predios rigurosos del periodismo para internarse con patente de corso en los mangl...

Mi tarde con Antonio Cubillo

Hablé varias veces por teléfono con él antes de ir a su casa. Siempre me dio la impresión de que era un hombre huraño, desconfiado y suspicaz. Quería saber con exactitud el motivo de mi entrevista. Reconozco que estaba nerviosa aquella tarde de julio, pero era un hombre al que tenía que conocer si quería reconstruir parte de la historia reciente de Canarias. Sobre todo si quería conocer cómo este personaje había conseguido que Canarias condicionara la política española. Pero casi tres horas de charla no dan para mucho si una tiene delante a este hombre. Nunca termina de contarte todo lo que vivió. A pesar de todas los actos reprobables que haya podido cometer, cada vez que Antonio Cubillo me viene a la cabeza pienso en algo que me dijo aquella tarde. Entre los atentados del MPAIAC, las críticas a la OTAN, la tragedia de Los Rodeos, su relación con la Pasionaria, el enfado con Carrillo (que lo llamó pequeño burgués), su encuentro con el Che y las huelgas obreras, Cubillo me habló muc...