Las obsesiones no se eligen, nos ocurren. Es posible que cuando Margaret MacMillan empezó su carrera como historiadora no imaginara la atracción que iba a desarrollar por las guerras. Quien se dedica a rastrear el paso del hombre por el mundo estudiará cómo los enfrentamientos han transformado nuestras sociedades a lo largo de los siglos y sentirá fascinación por el hallazgo, en los años 90, de Otzi, el cuerpo momificado de un hombre que vivió hace cinco mil años y que murió tras recibir varios golpes y una flecha en el hombro. Pero no es tan común sentir la urgencia de sumergirse en la destrucción absoluta de las guerras para comprender qué significa ser humano.
Para MacMillan esa necesidad será tan abrumadora que acabará marcando gran parte de su obra. Esta doctora en Historia por la Universidad de Oxford ha publicado 1914. De la paz a la guerra (Turner Noema, 2013) y La guerra: cómo nos han cambiado los conflictos (Turner Noema, 2021). “Si deseamos entender el pasado -plantea- debemos tener en cuenta la guerra al estudiar la historia humana. Sus efectos han sido tan profundos que al prescindir de ella estaríamos pasando por alto uno de los motores más determinantes de la evolución humana y el curso de la historia (…) ¿Puede la guerra, tan devastadora y cruel, también generar beneficios?”.
He reconocido la misma obcecación de MacMillan por entender la naturaleza humana en Un verdor terrible (Anagrama, 2021), de Benjamin Labatut. El autor chileno ha publicado un libro en el que hay no ficción y hay ficción; hay divulgación y hay incomprensión; hay frustración y hay clarividencia; hay literatura y hay ciencia; hay hechos y hay especulación; hay pasión y hay impotencia; pero, sobre todo y por encima de todo, hay un interés incontrolable por entender de qué estamos hechos.
Su empecinamiento tiene que ver con lo que sucede en la frontera entre la creación y la locura; con lo que viene después de la epifanía. Para aprehenderlo, indaga en las vidas de científicos que revolucionaron las áreas en las que se especializaron; desgrana cómo esas revelaciones modificaron la historia de la humanidad y las vidas de sus propios protagonistas; prende una luz en ese lugar en penumbra que está más allá de la ciencia y al que solo llega la literatura.
Una de las historias que cuenta trata del hallazgo, por azar, del primer pigmento sintético moderno, el azul de Prusia, que acabó dando origen al cianuro de hidrógeno, del que, a su vez, surgió el pesticida Zyklon, usado por los nazis en los campos de exterminio. Fritz Haber ganó el Nobel de Química por solucionar la escasez de fertilizantes de la época. Se lo concedieron años después de haber planificado el primer ataque con gas de la historia, que tuvo lugar en Ypres (Bélgica). Sus conocimientos impulsaron la agricultura, evitaron hambrunas y favorecieron el crecimiento de la población mundial; también contribuyeron a acabar con la vida de muchos seres humanos.
El azul de Prusia se descubrió accidentalmente a principios del siglo XVIII y, como costaba poco fabricarlo, pronto reemplazó al azul usado hasta ese momento, que se obtenía moliendo lapislázuli procedente de Afganistán. Es el color con el que Van Gogh cubrió La noche estrellada, el color a partir del que germinaron los pesticidas que salvaron de la inanición a millones de personas y el color que quedó impregnado en las cámaras de gas en las que fueron asesinados miles de judíos. Es, en definitiva, el color que narra gran parte de la historia de los últimos siglos, su barbarie y su belleza.
El cianuro es tan fulminante que Labatut encontró un único testimonio de su sabor. “Quema la lengua y sabe agrio (..). Hierve a los veintiséis grados centígrados y deja un ligero aroma almendrado en el aire”. El efecto de este veneno es tan fugaz como esos momentos de clarividencia en los que sentimos que nos atraviesa un instante de lucidez, como si hubiéramos conseguido armar el puzle que es el universo durante una milésima de segundo; unir los puntos que conectan la existencia. Es inexplicable. Es imposible regresar a ese estado o, simplemente, saber si existió. Pero nos queda la literatura.
Publicado en el suplemento ABRIL de El Periódico de España
Comentarios
Publicar un comentario