“Yo soy de las que piensan que las opiniones no deberían ser delito,
por muy asquerosas que parezcan”. La frase es de una joven de 21 años
que acaba de ser condenada a un año de prisión -que no tendrá que
cumplir- y a siete de inhabilitación por un delito de enaltecimiento del
terrorismo. “Prometo tatuarme la cara de quien le pegue un tiro en la
nuca a Rajoy y otro a De Guindos” o “que vuelvan los GRAPO… necesitamos
una limpieza de fachas urgente” fueron algunos de los mensajes que
pudieron leer sus 3.183 seguidores en la red social y que alimentaron el
argumento de la Audiencia. Los hechos sirvieron a algunos, además, para
enredarse en el lícito y saludable debate sobre el alcance de las
penas, pero sobre todo para otear los distorsionados límites que la
libertad de expresión intenta trazar.
Decía Fernando Rodríguez Lafuente, el director del suplemento cultural del diario ABC, a cuenta de este asunto y del vertedero comunicativo del que somos causa y efecto, que en los últimos tiempos hay mucha opinionitis porque, por fortuna y evolución democrática, existe el derecho a opinar, pero se preguntaba si asumir ese derecho implicaba aceptar que todo vale. El estado de exhibicionismo que se ha conformado con las nuevas tecnologías como aliadas ha dejado al descubierto un escaparate peligroso. Las personas, hoy se llaman usuarios, han encontrado en Internet el placer de ser parte de la masa. Quieren las ventajas de la individualidad, pero sin dejar de sentirse amparados por el falso anonimato de la Red para comportarse como hinchas desalmados en un partido de fútbol. Internet se ha convertido en una especie de ring donde conviven tres perfiles que libran sus peleas. Están quienes apoyan la dictadura de pensamiento: si no opinas como yo estás contra mí; los que consideran que tolerancia es sinónimo de permitir injurias y despropósitos como los de la joven con ansias de justicia: eso sí, siempre que la ideología sea la correcta; y los supervivientes: los que pase lo que pase evitarán tomar partido sobre lo que realmente nos atañe porque, al fin y al cabo, eso es política.
Yo también soy de las que piensa que opinar no debe ser delito -pero la libertad de expresión solo se garantiza si entendemos que no aguanta todo lo que le echen-, que en estos tiempos necesitamos más opiniones que nunca y, sobre todo, que es imprescindible que alguien escriba un elogio de la tibieza. Y es urgente.
Decía Fernando Rodríguez Lafuente, el director del suplemento cultural del diario ABC, a cuenta de este asunto y del vertedero comunicativo del que somos causa y efecto, que en los últimos tiempos hay mucha opinionitis porque, por fortuna y evolución democrática, existe el derecho a opinar, pero se preguntaba si asumir ese derecho implicaba aceptar que todo vale. El estado de exhibicionismo que se ha conformado con las nuevas tecnologías como aliadas ha dejado al descubierto un escaparate peligroso. Las personas, hoy se llaman usuarios, han encontrado en Internet el placer de ser parte de la masa. Quieren las ventajas de la individualidad, pero sin dejar de sentirse amparados por el falso anonimato de la Red para comportarse como hinchas desalmados en un partido de fútbol. Internet se ha convertido en una especie de ring donde conviven tres perfiles que libran sus peleas. Están quienes apoyan la dictadura de pensamiento: si no opinas como yo estás contra mí; los que consideran que tolerancia es sinónimo de permitir injurias y despropósitos como los de la joven con ansias de justicia: eso sí, siempre que la ideología sea la correcta; y los supervivientes: los que pase lo que pase evitarán tomar partido sobre lo que realmente nos atañe porque, al fin y al cabo, eso es política.
Yo también soy de las que piensa que opinar no debe ser delito -pero la libertad de expresión solo se garantiza si entendemos que no aguanta todo lo que le echen-, que en estos tiempos necesitamos más opiniones que nunca y, sobre todo, que es imprescindible que alguien escriba un elogio de la tibieza. Y es urgente.
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