Al principio sus reportajes parecían demasiado tendenciosos y su
actitud propia de aquellos que, a sabiendas de que tienen la verdad
aprendida, acuden a donde sea solo para confirmarla. Sus preguntas se
anticipaban a las respuestas y su voz delataba ese tono que solo da la
superioridad moral. Decían que estaba revolucionando la profesión,
devolviéndole la dignidad a un oficio denostado por unos y otros, y
demostrando que la información, tratada por profesionales, puede
emitirse por televisión en horario de máxima audiencia porque no solo es
necesaria, sino rentable. Así, en poco tiempo pasó de ser cómico a
hacer periodismo de autor. Su programa llegaba cada domingo a nuestras
televisiones y a nuestro Twitter en forma de trending topic. Los temas
siempre eran de actualidad y las entrevistas, cada vez más variadas y
completas. Seguía siendo un showman, pero de otro tipo.
Todo iba bien hasta que se le ocurrió que una versión de la Operación Luna podía triunfar en España, y decidió atreverse con una parodia del 23-F. Sus seguidores no se lo perdonaron. Algunos consideraron que, como casi dice la canción, treinta años no es nada, y que un hecho tan trágico como el golpe de estado no puede despertar sonrisas y, mucho menos, carcajadas. Otros, simplemente, encontraron insulso y sin gracia el falso documental. La gran mayoría, en cambio, se enfadó profundamente y calificó el programa – “una historia de Jordi Évole”- como una mentira burda. ¿Cómo podía haber mentido así el redentor del periodismo moderno?
Évole no quiso grabar una parodia; lo cierto es que su objetivo declarado fue hacer un experimento. Demostrar a sus hinchas que las noticias, a menudo, llevan el disfraz del rigor y de la multiplicidad de fuentes, pero al final son solo historias falsas. Creo que en eso falló, pero triunfó en algo: muchos nos reímos, y eso es algo que necesita urgentemente este país.
Reconozco el trabajo de Évole, sobre todo a la hora de convertir el periodismo decente en un producto para el consumo de masas. Sigue sin gustarme que lleve puestas las conclusiones a las entrevistas, pero lo que más detesto es que muchos periodistas parecen haber encontrado en él el único ejemplo a seguir y, de paso, una excusa más para seguir analizando la profesión. Estamos tan ensimismados en nosotros mismos que estamos a punto de exigir nuestro propio debate del estado de la nación (periodística). Y ya sabemos para qué sirven esos encuentros: para hablar de todo sin decir nada, para olvidarnos más de la realidad.
Todo iba bien hasta que se le ocurrió que una versión de la Operación Luna podía triunfar en España, y decidió atreverse con una parodia del 23-F. Sus seguidores no se lo perdonaron. Algunos consideraron que, como casi dice la canción, treinta años no es nada, y que un hecho tan trágico como el golpe de estado no puede despertar sonrisas y, mucho menos, carcajadas. Otros, simplemente, encontraron insulso y sin gracia el falso documental. La gran mayoría, en cambio, se enfadó profundamente y calificó el programa – “una historia de Jordi Évole”- como una mentira burda. ¿Cómo podía haber mentido así el redentor del periodismo moderno?
Évole no quiso grabar una parodia; lo cierto es que su objetivo declarado fue hacer un experimento. Demostrar a sus hinchas que las noticias, a menudo, llevan el disfraz del rigor y de la multiplicidad de fuentes, pero al final son solo historias falsas. Creo que en eso falló, pero triunfó en algo: muchos nos reímos, y eso es algo que necesita urgentemente este país.
Reconozco el trabajo de Évole, sobre todo a la hora de convertir el periodismo decente en un producto para el consumo de masas. Sigue sin gustarme que lleve puestas las conclusiones a las entrevistas, pero lo que más detesto es que muchos periodistas parecen haber encontrado en él el único ejemplo a seguir y, de paso, una excusa más para seguir analizando la profesión. Estamos tan ensimismados en nosotros mismos que estamos a punto de exigir nuestro propio debate del estado de la nación (periodística). Y ya sabemos para qué sirven esos encuentros: para hablar de todo sin decir nada, para olvidarnos más de la realidad.
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