Hay profesiones más románticas que otras. A pesar del descrédito al que estamos sometidos, a los periodistas todavía se nos suele exigir que renunciemos a todo, que antepongamos el bien común al nuestro, que huyamos de cualquier comodidad y, por supuesto, que cobremos poco. Solo así podremos -quizás, solo quizás- hacer una labor decente. Esa exigencia siempre me ha recordado a una de las primeras cosas que aprendí cuando llegué a la facultad de periodismo. El primer día de clase, un profesor, no demasiado entusiasta al encontrarse aquella aula abarrotada de alumnos, nos dijo: “Los que se hayan matriculado en Periodismo porque quieran descubrir un Watergate o ser corresponsales de guerra, mejor que se den la vuelta”. Yo todavía no tenía muy claro por qué me había matriculado, pero esas dos razones no tenían nada que ver con mi empeño en irme fuera de Tenerife a estudiar Periodismo. Y eso me preocupó más. Me hizo convencerme de que no estaba donde tenía que estar. Si nunca me había puesto el listón tan alto, ¿de verdad pensaba que estaba hecha para esto?
Han pasado quince años desde entonces. Ni siquiera recuerdo qué profesor lo dijo –teníamos 16 asignaturas anuales y mi memoria ha sido bastante selectiva-, pero es una frase que me viene a la cabeza de vez en cuando. Me ocurrió ayer en el cine, cuando terminé de ver Spotlight, una película que retrata las vicisitudes de un equipo de redactores en el transcurso de una investigación, y al mismo tiempo -y creo que es más importante- nos cuenta lo importante que es hacer bien nuestro trabajo, sea cual sea.
Spotlight significa foco y es el nombre de un equipo de investigación del Boston Globe, el periódico que desveló que los casos de pederastia no eran “manzanas podridas” dentro de la Iglesia Católica, sino un problema sistémico que recorría toda la institución y había contado con un doloroso y perverso silencio de los mandamases de turno. En una de las escenas, uno de los abogados que medió a favor de la Iglesia en muchos casos de abuso, se defiende de las acusaciones veladas del jefe de Spotlight y le dice: “Solo hacía mi trabajo. Y vosotros, ¿cómo es que no lo visteis?” Esa redacción, años antes, tuvo las mismas piezas del puzzle a la espera de que alguien las juntara. Las víctimas y los letrados eran los mismos. Fue algo que durante años sucedió gracias a la impunidad que da que muchos miren hacia otra parte. De hecho, cuando los periodistas empiezan a rebuscar y a entrevistarse con decenas y decenas de víctimas se dan cuenta de algo: todo el mundo sabía la noticia menos ellos, que eran quienes debían contarla.
La investigación no surge gracias al olfato de unos pocos redactores intrépidos, capaces de ir detrás de la noticia a costa de lo que sea. No es una película que mitifique la profesión. Todo empieza cuando llega un director nuevo al periódico. Un hombre gris, que no muestra entusiasmo, que no es el prototipo de director que, a priori, todos los redactores querríamos tener como mentor. Simplemente cree que ahí hay algo y que el Globe nunca indagó lo suficiente como para conocer su alcance. Ni siquiera es un tema novedoso. Pero él lo único que quiere es hacer su trabajo. Y lo único que les pide a sus redactores es que hagan su trabajo. Es periodismo aséptico, sin épica. Del que más nos hace falta. Porque, como dijo Scalfari y repite muchísimo Juan Cruz, periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente. Seamos gente, sin épica, pero con el empeño y las ganas de hacer nuestro trabajo de la manera más honesta y diligente que podamos.
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