Canales de televisión, emisoras de radio, periódicos, revistas y blogs. La tecnología ha hecho que el volumen de información sea inabarcable, que seleccionar sea una obligación para sobrevivir en la telaraña mediática y que surjan vidas a la carta: cada uno elige qué quiere ver y a quién leer. Decoramos la burbuja en la que transcurren nuestros días en función de afinidades electivas, pero ¿cómo influye esta criba en la calidad democrática? ¿Este exceso de datos nos hace más tolerantes o menos?
La relación de causa efecto entre tecnología y progreso es evidente, pero también que los avances no suelen producirse sin contraindicaciones. Nunca antes tanta información había estado al alcance de tantos. Descartar es un ejercicio saludable en plena globalización, pero siempre que no se produzca en exceso y favorezca la construcción de realidades paralelas que han de convivir en el mismo mundo. Buscar siempre la ratificación de las ideas propias y no poner jamás en duda las convicciones aviva el sectarismo. Estamos convencidos de que la irrupción de las redes sociales ha mejorado la calidad del debate público. Sin embargo, también en esas plataformas recreamos nuestra zona de confort. Somos amigos virtuales y seguidores de aquellos que van a corroborar la historia del mundo que hemos aceptado. Creemos que así ganamos en conocimiento, pero no nos damos cuenta de que saboteamos nuestra libertad y la de los demás. Favorecemos posiciones enfrentadas que lastran cualquier avance, boicotean todo acuerdo de mínimos y acaban alumbrando unos niveles de crispación peligrosos.
Dice Ramón González Férriz en un artículo reciente en Letras Libres, revista de la que es editor, que “nuestra vida en internet -aunque tengamos acceso a todas las opiniones, aunque a veces incluso busquemos las que nos indignan o no comprendemos o denunciamos por insostenibles- se parece mucho a nuestra vida offline: buscamos a gente similar, opiniones compatibles con las nuestras, gente como nosotros. El grado de disensión que podemos tolerar es bajo. La vida en internet se parece mucho a la vida fuera de él, para bien y para mal”. Lo que está ocurriendo en la web es lo mismo que sucede en las calles: nuestra capacidad de alcanzar consensos es extremadamente baja. La empatía no es una virtud al alza. No parece un comportamiento muy práctico en un tiempo que reclama una profunda transformación. A fin de cuentas, para poder cambiar el mundo hay que vivir en él.
La relación de causa efecto entre tecnología y progreso es evidente, pero también que los avances no suelen producirse sin contraindicaciones. Nunca antes tanta información había estado al alcance de tantos. Descartar es un ejercicio saludable en plena globalización, pero siempre que no se produzca en exceso y favorezca la construcción de realidades paralelas que han de convivir en el mismo mundo. Buscar siempre la ratificación de las ideas propias y no poner jamás en duda las convicciones aviva el sectarismo. Estamos convencidos de que la irrupción de las redes sociales ha mejorado la calidad del debate público. Sin embargo, también en esas plataformas recreamos nuestra zona de confort. Somos amigos virtuales y seguidores de aquellos que van a corroborar la historia del mundo que hemos aceptado. Creemos que así ganamos en conocimiento, pero no nos damos cuenta de que saboteamos nuestra libertad y la de los demás. Favorecemos posiciones enfrentadas que lastran cualquier avance, boicotean todo acuerdo de mínimos y acaban alumbrando unos niveles de crispación peligrosos.
Dice Ramón González Férriz en un artículo reciente en Letras Libres, revista de la que es editor, que “nuestra vida en internet -aunque tengamos acceso a todas las opiniones, aunque a veces incluso busquemos las que nos indignan o no comprendemos o denunciamos por insostenibles- se parece mucho a nuestra vida offline: buscamos a gente similar, opiniones compatibles con las nuestras, gente como nosotros. El grado de disensión que podemos tolerar es bajo. La vida en internet se parece mucho a la vida fuera de él, para bien y para mal”. Lo que está ocurriendo en la web es lo mismo que sucede en las calles: nuestra capacidad de alcanzar consensos es extremadamente baja. La empatía no es una virtud al alza. No parece un comportamiento muy práctico en un tiempo que reclama una profunda transformación. A fin de cuentas, para poder cambiar el mundo hay que vivir en él.
Comentarios
Publicar un comentario