La periodista Juliana González Rivera se embarcó hace unos años en una empresa inabarcable: documentar el origen del viaje a lo largo de la historia de la humanidad e intentar comprender por qué llega un momento en que sentimos lo que ella llama “el golpe del viaje”, esa necesidad de escaparnos de casa y aterrizar en otras vidas. Una de las primeras veces que ella reparó en ese impulso fue cuando, con dieciocho años, se subió a un avión para irse a estudiar, quizás “la primera aspiración de una vida en libertad”, y notó la atracción por lo desconocido, por convertirse en otra entre tantos otros. Desde entonces se ha hecho muchas preguntas - ¿qué es viajar?, ¿de dónde surge la necesidad de movernos?, ¿cuál es la diferencia entre un viajero y un turista?, ¿cómo ha evolucionado la literatura de viajes? – a las que ha intentado dar respuestas en ‘La invención del viaje’ (Alianza Editorial, 2019).
Los viajes son interminables, empiezan en nuestra mente, de donde nunca se van, y cuentan con escalas terrenales, cuando paseamos por las calles de la ciudad anhelada y la imaginación y la realidad llegan a un pacto para fabricar los recuerdos que nos acompañarán el resto de nuestros días. Por eso este libro -que también es un viaje- no puede terminar ni obsequiarnos con certezas. Como de las travesías más perturbadoras, nos llevamos pistas que nos ayudarán a emprender recorridos futuros. La mayoría de las cuestiones que plantea no cuentan con una respuesta inequívoca, porque hay muchas explicaciones ciertas y, a la vez, contradictorias entre sí. Durante mucho tiempo, gran parte de los viajes libres podían obedecer a distintas circunstancias o motivaciones personales y explicarse de diferentes maneras, pero confluían, de alguna forma, en la afirmación de Ryszard Kapuściński en su ‘Viajes con Heródoto’ (Anagrama, 2006), cuando dijo que él “solo había soñado con cruzar la frontera, daba lo mismo cuál, dónde y en qué dirección, cruzar la frontera y punto”.
Hoy, cuando todas las fronteras han sido traspasadas y hay tantas versiones de los destinos como viajeros, el turismo, paradójicamente, resulta más indestructible. Marco d’Eramo, en ‘El selfie del mundo’ (Anagrama, 2021), cuantifica su preponderancia: “Uno de cada siete humanos realiza viajes internacionales: una multitud monstruosa, una horda de la que a cada uno de nosotros nos corresponde formar parte”. Y plantea un interrogante: “¿Alguien está dispuesto a vivir el resto de su vida sin poder visitar otra ciudad, otro continente? El turismo está tan profundamente arraigado en nuestro yo que cuestionarlo significa redefinir nuestra relación con el mundo”.
Toda separación entre turista y viajero corre el riesgo de colocar a muchos, incluso a quienes se sienten exploradores en el mundo más fotografiado de la historia, en ambos grupos. Quizás viajar tenga más que ver con la actitud que con la distancia recorrida. El italiano Claudio Magris explica esa forma de estar en el mundo, propia de los espíritus itinerantes, en ‘El infinito viajar’ (Anagrama, 2008), una colección de crónicas que escribió lo largo de los años: “No hay viaje sin que se crucen fronteras -políticas, lingüísticas, sociales, psicológicas, también las invisibles que separan un barrio de otro en la misma ciudad, las existentes entre las personas, las tortuosas que en nuestros infiernos nos cierran el paso. Traspasar las fronteras; también amarlas -por cuanto definen una realidad, una individualidad, le dan cuerpo salvándola así de lo indistinto- pero sin idolatrarlas, sin hacer de ellas ídolos que exigen sacrificios de sangre. Saberlas flexibles, provisionales y perecederas como un cuerpo humano (…). Viajar no quiere decir solamente ir al otro lado de la frontera, sino también descubrir que siempre se está en el otro lado.”
Jorge Drexler amplió los versos de Chicho Sanchez Ferlosio en su ‘Milonga del moro judío´ y convirtió su canción en una de las más bellas defensas de la identidad, pero la identidad entendida como algo que está en permanente movimiento, porque las fronteras siempre han sido, y siempre serán, porosas. “Yo soy un moro judío que vive con los cristianos, no sé qué dios es el mío ni cuáles son mis hermanos. (…) El mismo suelo que piso seguirá, yo me habré ido, rumbo también del olvido. No hay doctrina que no vaya, y no hay pueblo que no se haya creído el pueblo elegido”.
Nos gusta pensar que el verano es el tiempo de los viajes, de las escapatorias, de los aprendizajes, de los vuelos de bajo coste. Pero, en realidad, como escribió Pedro Sorela y recuerda Juliana González Rivera en su tesis convertida en ensayo, “viaja solo quien sabe irse”. Y para ese aprendizaje necesitamos más de una vida.
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