En 2017 Marta García Aller publicó “El fin del mundo tal y como lo conocemos”, un ensayo en el que explicaba cómo la digitalización estaba arramblando con cosas que dábamos por sentadas. No hablaba solo de las profesiones que se extinguirían en unos años -todas aquellas que impliquen tareas rutinarias que siempre hará mejor un robot-, sino de cómo nos estábamos convirtiendo ya en sociedades que no usaban el dinero físico, dejaban al albur de los algoritmos las relaciones amorosas y diluían las fronteras de la vejez.
“El futuro no se compone solo de las cosas que están por llegar, sino de las cosas que desaparecen”, la escuché decir en alguna entrevista hace años. Su libro es, en parte, la materialización de esa afirmación: un recorrido por todos esos lugares a los que el futuro ya había llegado. En Suecia hace tiempo que apenas se paga con dinero en efectivo y el papel no se suele usar ni en los donativos de las iglesias (hay cepillo electrónico). La congelación de óvulos puede hacer que el concepto de reloj biológico se quede obsoleto. Están muriendo objetos y también están pasando a la historia ideas que creíamos inamovibles. A veces, para saber cómo será el futuro, solo hace falta viajar.
Me pregunto qué incluiría hoy, en plena pandemia de la Covid-19, un libro que aspirara a lo mismo, a enumerar todo aquello de lo que nos estamos desprendiendo. Si antes sospechábamos que el mundo giraba demasiado deprisa y vivíamos sin tiempo para nada, ¿qué nos estará ocurriendo hoy entre tanta videollamada, tanto teletrabajo y tantísima información? ¿A qué vamos a renunciar para siempre?
Hemos pasado semanas sin salir de casa, pero el mundo no se ha detenido; ha girado más deprisa que nunca. Con o sin nosotros, la maquinaria ha seguido funcionando. Nuestro cordón umbilical digital nos ha permitido seguir conectados al exterior y mantener -e incluso aumentar- el ritmo frenético en el que llevamos mucho tiempo instalados. Lo que sabemos del coronavirus a las ocho de la mañana de cualquier día puede no tener nada que ver con lo que publican los medios a las dos de la tarde. Contraer el virus nos da inmunidad y horas más tarde nos la quita. Las peores previsiones económicas que manejamos hoy pueden ser optimistas dentro de un par de días. No es una novedad que las certezas son eternas mientras duran, pero ahora eso significa que no llegan ni a las 24 horas. No es culpa de la ciencia. Hay muchos expertos trabajando a destajo para abrir grietas que nos den algo de luz, y lo están consiguiendo, pero carecen de algo inherente al método científico y que, ahora sí, de verdad nos falta: tiempo.
La pandemia no nos convertirá en superhombres ni en súpermujeres. No terminaremos el confinamiento más atléticos ni con varios cursos certificados en el currículo. No veremos todas esas películas que tenemos pendientes ni leeremos todos esos libros que esperan en la estantería. Tampoco viviremos en un mundo mejor cuando volvamos a las calles. El futuro era esto: el fin de las pocas certezas a las que nos agarrábamos. Pero quizás sí sea el momento de que la prisa deje de ser un valor añadido en nuestras vidas y entendamos que lo único que tenemos, con suerte, es tiempo.
Comentarios
Publicar un comentario