Hace unas semanas Tzvetan Todorov murió. La noticia de su fallecimiento, con sus correspondientes condolencias, empezó a circular por las redes sociales a primera hora de un domingo de febrero. Recuerdo que cuando la leí, yo también dudé. ¿Eso no había ocurrido ya? ¿Yo misma no había compartido esa noticia?
Cada vez resulta más difícil saber qué ha sucedido y qué no. Tengo la sensación de que el mundo gira muy deprisa y de que no dispongo de tiempo suficiente para disfrutar de todo lo que está, en teoría, a mi alcance. La cultura y el ocio nunca han sido más accesibles que ahora y, sin embargo, me quedan infinitos libros por leer, conciertos a los que ir y aviones que tomar.
Decía Víctor Lapuente en un artículo reciente que quizás el mundo no va muy deprisa, sino todo lo contrario, muy despacio. Para defender esta tesis argumentaba que hoy somos menos innovadores que en otras épocas y que la segunda revolución industrial fue, de lejos, el periodo más transformador de nuestra historia. Hoy “formamos menos empresas, cambiamos menos de ciudad y tenemos menos hijos. El arte, la cultura y la política se han vuelto repetitivos. Disfrutamos de un alto nivel de vida material, pero intelectualmente estamos exhaustos. Es la definición canónica de decadencia. Envejecemos entregados a los placeres del cuerpo y adictos como nunca a los calmantes de la mente”, sugería, citando a Robert Gordon.
No sé si sentir que vivimos inmersos en una carrera contribuye a que progresemos más o menos como sociedad, pero sí hace que perdamos capacidad de concentración. En el mundo actual, global e interconectado, todo cambia mientras dormimos y el fin del mundo tiende a ser cíclico. Nos dicen que consumimos información, pero creo que es peor: la devoramos.
Ese ritmo frenético se ha apropiado de nuestra forma de relacionarnos con los demás y con nosotros mismos. Solo parece existir una manera de contar las cosas: en directo y en versión apocalíptica. Da igual si estamos siguiendo una serie de Netflix, viendo un reality show o, ahora, intentando entender cómo se ataja una pandemia como el coronavirus: todo se puede narrar en tiempo real y con interminables saltos argumentales. Pero, con ese nivel de tensión, ¿cómo vamos a saber disfrutar de nuestras propias vidas si no pasa nada?
Cuando me encuentro en una duda como la que plantea la noticia de la segunda muerte de Todorov, la solución es sencilla: Google, si preguntas bien, tiene todas las respuestas. Sabe que Todorov murió, en efecto, hace tres años. Pero nunca podrá responder a la pregunta de si tomé la decisión correcta o si ha llegado el momento del camino en el que dar la vuelta. Para algunos dilemas, la única solución es darnos tiempo, ese recurso al que hoy sacamos más partido que nunca y que, al mismo tiempo, tanta falta nos hace. Por supuesto, lo escribo para convencerme.
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