A Joan Didion (Sacramento, 1935) le preguntaron en 2006, tres años después de la muerte de su marido, si le había resultado difícil escribir "El año del pensamiento mágico". Ella contestó: "Fue una experiencia difícil y dolorosa, pero también reconfortante. La verdad es que “El año del pensamiento mágico” fue un libro inevitable, no estaba en mi mano no escribirlo. Cuando le puse punto final, me di cuenta de que había sido una experiencia luminosa". Cuando terminas de leer este ensayo autobiográfico sientes algo parecido: que escribir y leer sobre la muerte puede llegar a ser una experiencia dolorosa y reconfortante, pero también luminosa.
En diciembre de 2003, después de visitar a su hija Quintana, en coma e ingresada en un hospital de Nueva York tras sufrir una neumonía, la escritora Joan Didion y su marido, John Gregory Dunne, volvieron a casa. Él sufrió un ataque al corazón cuando estaban cenando y murió.
La periodista tuvo que realizar el proceso de duelo al mismo tiempo que seguía cuidando a su hija, que tardó meses en salir del hospital y que volvió a ser internada ese mismo año. Acabó muriendo con 39 años, apenas unos meses después de que terminara el libro. Le dedicó otro que se titula “Noches azules”.
Didion sintió la necesidad de escribir el libro sobre la muerte de su marido por varias razones. Por ella, porque probablemente fue una forma de hacer terapia, de analizar sus propios sentimientos, sus delirios, los pensamientos obsesivos que la invadieron –como buena periodista, investigó las causas científicas de la muerte de su marido tanto como la enfermedad de su hija-. Y por los demás, porque en la muerte se piensa poco y cuando llega casi nadie está capacitado para enfrentarla.
Las 200 páginas están llenas de recuerdos de toda una vida juntos, de anécdotas divertidas, pero, también, de coincidencias o detalles en los que Didion ve casualidades que pudieron alargar su historia juntos. Narra un proceso muy doloroso, pero lo hace de una forma extremadamente analítica. Se centra en recrear las fases por las que pasó: desde negarse a desprenderse de los objetos de John o ir en tenis siempre por miedo a caerse y no tener a nadie que se ocupara de ella, hasta informarse obsesivamente de todo lo que le ocurría a su hija con la esperanza de poder tomar todas las decisiones correctas (leyó libros de medicina sobre las patologías que anunciaban los médicos).
La decisión de revivir y plasmar muchas escenas pasadas tiene como objetivo descubrir si hizo algo mal –ella, él- que determinó el fatal desenlace. Didion no cae en la sensiblería, pero no huye de los sentimientos, que en este caso son complejos y difíciles de experimentar y contar a los demás. Los selecciona, los analiza, los resume, los cuenta. Y lo hace mientras espera, a lo largo de esas terribles páginas, que si no tira sus zapatos, si no cambia aquel marcalibros, John, de repente, aparecerá. Cuando Didion tiene que poner punto final a esta reflexión sobre el duelo, que también es una crónica sobre cómo logró salir adelante, no quiere hacerlo, pero ha aprendido algo: “Si queremos seguir vivos llega un momento en que tenemos que dejar ir a los muertos”.
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