No hay que apelar a la solidaridad o a la justicia social. En tiempos
donde proliferan los valores espurios, donde solo los criterios
economicistas parecen cumplir con la lógica, basta con hacer cuentas
para entender que las ayudas a la educación generan más beneficios que
pérdidas, y que todos no son a largo plazo. Lo demuestra el estudio Crisis fiscal, finanzas universitarias y equidad contributiva,
la séptima entrega de un proyecto de la Fundación Europea Sociedad y
Educación. Las becas no solo garantizan la igualdad de oportunidades
sino que son rentables. Los estudiantes que reciben ayudas acaban la
carrera dos años antes que el resto de sus compañeros. Ese tiempo no
solo se traduce en mejores datos de rendimiento académico y en centros
que ocupan puestos más competitivos en los rankings. En un
sistema público como el español, donde como mínimo el 82% de la carrera
es costeada por el Estado (ese porcentaje de la primera matrícula se
financia a través de impuestos), terminar los estudios antes significa
un ahorro para todos.
Es comprensible, pero no justo, que sean los alumnos con menos recursos los encargados de mejorar las estadísticas educativas. Sobre ellos recae todo el esfuerzo, especialmente después de que el Ministerio de Educación haya endurecido los criterios para obtener una beca y exija aprobar prácticamente todas las materias para mantener la prestación.
Dicen que así se premia la excelencia, pero no es cierto. En realidad se aplaude la mediocridad: los que tienen más dinero son los que pueden permitirse formalizar segundas, terceras y hasta cuartas matrículas. No son ellos los que abandonarán sus carreras, los que serán incapaces de afrontar las tasas sin una beca o los que se verán obligados a devolver la ayuda si no alcanzan los requisitos. Parece que los únicos que están obligados a hacer un uso eficiente de los recursos públicos son los que menos tienen. El compromiso con la Universidad es solo de los becarios.
No deberíamos olvidar que nuestro estado de bienestar sigue contemplando que la universidad sea subvencionada por todos, pero también que debe ser para todos, no solo para los que hayan nacido en una familia de clase media. Seguir permitiendo esta desigualdad de oportunidades sería patentar una injusticia y, encima, una injusticia poco rentable. No parece una buena idea ni para los defensores del déficit cero.
Es comprensible, pero no justo, que sean los alumnos con menos recursos los encargados de mejorar las estadísticas educativas. Sobre ellos recae todo el esfuerzo, especialmente después de que el Ministerio de Educación haya endurecido los criterios para obtener una beca y exija aprobar prácticamente todas las materias para mantener la prestación.
Dicen que así se premia la excelencia, pero no es cierto. En realidad se aplaude la mediocridad: los que tienen más dinero son los que pueden permitirse formalizar segundas, terceras y hasta cuartas matrículas. No son ellos los que abandonarán sus carreras, los que serán incapaces de afrontar las tasas sin una beca o los que se verán obligados a devolver la ayuda si no alcanzan los requisitos. Parece que los únicos que están obligados a hacer un uso eficiente de los recursos públicos son los que menos tienen. El compromiso con la Universidad es solo de los becarios.
No deberíamos olvidar que nuestro estado de bienestar sigue contemplando que la universidad sea subvencionada por todos, pero también que debe ser para todos, no solo para los que hayan nacido en una familia de clase media. Seguir permitiendo esta desigualdad de oportunidades sería patentar una injusticia y, encima, una injusticia poco rentable. No parece una buena idea ni para los defensores del déficit cero.
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