
Los libros de Historia no tendrán más remedio que contar que en 2009 hubo 776 millones de adultos analfabetos, 75 millones de niños sin escolarizar y un número aún mayor de jóvenes que se alejaron del sistema sin adquirir las competencias necesarias para desempeñar su papel en la llamada sociedad del conocimiento. Quizás no haya demasiados chicos que, sentados en sus pupitres, lean los contextos recreados gracias a los trágicos datos recogidos por la Unesco. Así y todo, es muy posible que entre esas páginas haya lugar para la mención de las políticas que, en materia de educación, acontecieron en el territorio que el progreso abanderó, y que la incredulidad colonizó. Se leerá que en Francia hubo colegios donde la sabiduría dejó de ser un aliciente, pasó a ser una mercancía más y se pagó a vírgenes generaciones, simplemente, por asegurarse un futuro. También que en España el Ministerio de Educación instauró becas exclusivas para el alumnado en riesgo de abandono escolar, colocándose en la estela que marcó el comienzo de una nueva mercantilización de la enseñanza.
Los países asediados por la pobreza y la indigencia -acostumbrados a pasar más desapercibidos gracias a la demagogia- seguirán muriendo cada día un poco más, sin entender de frustraciones modernas, ni de edades del pavo, ni del miedo al rebrote del franquismo ni de dolores de espalda por cargar los libros. Tampoco se imaginarán que por estas tierras proliferaron programas televisivos donde se pagó por grabar la miseria humana de unos jóvenes -y sus familias- que se creen orgullosos de la ignorancia que cultivan (Curso del 63). No se han dado cuenta de que esa lacra corroe el mundo sin descanso y que esos gobiernos que administran el mañana, depositarios de la esperanza de muchos, están echando por tierra lo poco que queda de la cultura del esfuerzo. Porque a fin de cuentas, esos serán los jóvenes que convertidos en adultos llegarán a empleos donde el buen hacer no encontrará un premio. Alcanzarán un trabajo sin acordarse de que hubo unos años en los que, al menos en España, se habló mucho de rubricar un pacto por la educación en días en los que una asignatura era capaz de dividir al país, la religión se movilizaba políticamente y hablar de bilingüismo en Cataluña era complicado.
La ejemplaridad política, en vías de extinción, se centrará en otros ámbitos. Se confundirá con hechos esperpénticos como que el presidente francés, Nicolas Sarkozy, ponga a dieta a sus ministros en un intento de promover hábitos saludables, que en las Maldivas se celebre un congreso de ministros bajo el mar para evidenciar el férreo compromiso con el cambio climático o que Zapatero imponga por ley una igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres lejana. No les interesará que la alfabetización del subdesarrollo sería la clave para reducir la pobreza y mejorar la salud. Mucho menos que los niños de hoy serán las personas peligrosamente frustradas de mañana, a pesar de las infinitas subvenciones. A lo mejor también les sigue dando igual que calles como las de Estambul sean reflejo de la brecha que este mundo está fraguando, y que nadie sabe qué factura pasará, ni qué recogerán los libros, ni quién los leerá.
Saray Encinoso
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